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40 «...el Señor me dio hermanos» La inmensa compasión con las madres y el amor por los niños le impusieron, en ocasiones, excepciones especialmente costosas para su humildad. Por ejemplo, devolvió instantáneamente la vista a Ful– vio Fosco, niño de apenas siete años, que se había abalanzado a sus brazos conjurándole: - ¡Fray Félix, cúrame, yo quiero ver! Fray Félix tenía siempre un momento para dedicarse a los ni– ños . Quería que aprendiesen a repetir: «Jesús, Jesús»; y ellos, ra– diantes de felicidad, lo chillaban mil veces. Las callejuelas resona– ban con este nombre y con el saludo Deo grafías cada vez que apa– recía el fraile de la alforja. Y fray Félix se gozaba, porque en la inocencia de los niños descubría la humanidad, benigna y santa, del Niño Jesús -del mis– mo modo que en cada madre veneraba a la Virgen Madre-. Los madrigalitos de fray Félix Hace unos años, el padre Hugolino de Belluno ilustró las vi– drieras de la iglesia parroquial de Centocelle (Roma) con los temas del «Cántico del hermano sol». Era obligado que la casa de san Félix (la iglesia lleva su título) fuera enriquecida con aquel ciclo poético, pregonado en el lenguaje transparente de los colores. Fray Félix, en efecto, en el surco de la más genuina tradición francisca– na, hizo vibrar al alma religiosa del pueblo con loas toscas y sin métrica, y, a pesar de todo, eficacísimas. Félix usaba sus cancioncillas como instrumento de apostola– do, como quería en verdad san Francisco y como había acostum– brado, durante el medievo, los juglares y los aleluyantes. Su repertorio era rico y variado. Tenía estrofillas sobre Navidad, la Encarnación, la Pasión, el amor divino, la Virgen, las virtudes y los novísimos. Al aparecer el frailecillo, niños y muchachos le hacían corro y, subyugados por la fascinación que exhalaba, le apremiaban: «Va– mos, fray Félix, una cancioncilla». Y él, enderezándose un poco del agobio de la alforja, comenzaba:
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