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FELIX DE CANTALICE 35 fona o, en su lugar -y esto sucedía con más frecuencia- un pasaje del evangelio. Se sabía muchos: «En el principio existía la Palabra», «Fue enviado», «Hablando Jesús a las turbas», «Ved que subimos a Jerusalén», «Con gran deseo he deseado», y otros. Las palabras del Evangelio eran como granos de trigo que adquirían cuerpo y germinaban en el buen terreno de su alma. Ellas daban curso a sus meditaciones sobre los misterios de la redención. Pero, en segui– da de las primeras frases, el canto enmudecía; y Félix permanecía inmóvil o bien estallaba en sollozos hasta por varias horas. Y así, entre canto y pausa, entre éxtasis y sollozos, llenaba la mañana. Se diría que fray Félix vivía el encanto del despertar de la naturale– za. A través de las sombras, su voz corría al encuentro de la «estre– lla radiante y mañanera» que debe iluminar a los espíritus y a las naciones. Junto al sagrario, palpaba, al par que la suave presencia eucarística, la omnipotencia de Dios, especialmente solemne en el lugar consagrado a la plegaria. A veces, los hermanos lograban eludir la vigilancia del orante nocturno pudiendo espiar lo que hacía. Ellos hablan constante– mente de los éxtasis y de las levitaciones de fray Félix. No hay razón para no darles fe. En realidad, el alma humana es una planta misteriosa que se eleva hacia el cielo. ¿Qué tiene de extraño que, a veces, también el cuerpo se despegue con ella del suelo? Confian– za y humildad arropaban la oración del orante: confianza, que hace subir al alma hacia Dios, y humildad, que hace bajar a Dios al alma. En más ocasiones, por el contrario, fray Félix se acordaba de que era religioso no sólo para sí sino además para el que ignoraba y ofendía a Dios. Una noche, el padre Francisco de Pistoya, un anciano de 78 años, lo escuchó suplicar, erguido y con los brazos en forma de cruz: - ¡Señor, te confío este pueblo! Y concluye el testigo: «Después rompía en grandísimo llanto». Rememoraba en espíritu toda la miseria humana. Y allí, en la pre– sencia del que lloró por el amigo muerto y por la impenitente Jeru– salén, derramaba todas sus lágrimas.
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