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34 «... el Señor me dio hermanos» Con el rosario en las manos Entre los dichos de fray Félix se encuentra éste: «Los ojos en el suelo, el corazón en el cielo, el rosario entre los dedos». Máxima que, cuando la dirigía a las mujeres variaba gentilmente así: «Rosa– rio en mano, mirada en tierra y mente en la Virgen feliz». Quien lo conoció refería que tenía la costumbre de tener los ojos siempre bajos, por humildad y para no distraerse . Muchas ve– ces ocurría que no sabía decir quién lo había acompañado fuera del convento. Casi ininterrumpidamente tenía las cuentas del rosario entre los dedos. Pero no lograba recitar gran cosa del Padrenuestro y del Ave María. Cada palabra absorbía completamente su atención. Era un milagro que durante el día lograse rezar los padrenuestros que la Regla franciscana prescribe al que no sabe leer el Breviario. E incluso se admiraba de que los otros lo hicieran de otro modo. Así que un día dijo a fray Angel de Abruzzo: Hermano, tú farfullas mucho, bien, bien; pero debes saber que es más grato para Dios y más gozoso para nosotros el lenguaje del corazón que el de la boca. Y tampoco lograba comprender cómo algunos leen y leen sin cerrar nunca el libro para reflexionar sobre la verdad encontrada. En resumen, fray Félix tenía un alma hecha para la contemplación. Sin ningún esfuerzo se concentraba en pensamientos celestes hasta por las calles de Roma entre el alboroto de las carrozas y el vocear de los transeúntes. Pero esto no podía saciar su espíritu sediento de lo divino. Y entonces rezaba en la noche. Las horas de adoración noctur– na se deslizaban sin que se diese cuenta. Porque la ciencia que hace parecer cortas las horas dedicadas al amor de Dios es olvido de uno mismo. Llegado apenas a la iglesia abastecía de aceite la lám– para que ardía delante del tabernáculo. Si encontraba algún herma- . no lo inducía a retirarse a descansar en la celda. Quería estar solo. Cada uno de nosotros tiene un· secreto en su vida. Y fray Félix, discretamente, extendía un denso velo sobre sus continuos y extáti– cos encuentros con Dios. Este era su secreto. A continuación, puesto de pie, cantaba un himno o una antí-

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