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30 «...el Señor me dio hermanos» Ciertamente, lleva razón. Pero, por favor, otra vez no me falle. Y usted, señora, pida a Dios que no me sean pedidas antes. Como es claro, un santo del pueblo no tiene corazón para decir no. Los romanos lo sabían. Por eso, tantos y tantos le ofrecían de voluntad pan y vino, lo ponían al corriente de sus miserias y de sus pequeñas alegrías, y escuchaban sus consejos como oráculos caidos del cielo. Hablaba con el hermano Lobo Fray Félix hablaba poco fuera del convento. Y hasta a sus her– manos dirigía raramente la palabra y casi sólo para exhortar: «Quie– ro hacerte una corrección», comenzaba rudamente, como ocurre al que emplea una lengua poco conocida y logra expresar con dificultad el desnudo contenido de lo que piensa. Pero, la mayor parte de las veces, exhortaba y arrastraba al prójimo con el buen ejemplo. Y sin embargo, hasta el mortificado fray Félix tenía su curiosi~. dad. Ya en Fiuggi, en el año de noviciado, había aprendido de me– moria muchas oraciones: antífonas, salmos, versículos, himnos litúr– gicos y pasajes evangélicos, todos en latín y bajo la guía de fray Bonifacio. Este hombre rudo y analfabeto sentía la necesidad de ser un religioso iluminado, lo mismo que con anterioridad había sido un competente campesino. Por esto, rumiaba las cosas memorizadas y, de cuándo en cuándo, recurría a un predicador, es decir, a un fraile dedicado a los estudios, para escuchar la explicación de una pa– labra que salía en un texto sagrado o el significado de una ce– remonia. Al fin, en Roma, encontró al hombre de sus deseos: el padre español Alfonso Lobo. Este padre vivía como un anacoreta del de– sierto y, en el púlpito, tronaba con la potencia de un profeta bíbli– co. San Felipe Neri lo utilizaba con éxito para dejar el Corso desier– to durante el carnaval y para asediar los confesonarios. San Carlos

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