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396 «...el Señor me dio hermanos» voluntad. Una voz interior me está repitiendo que para servir de verdad al Señor debo cumplir su voluntad, debo estar sujeto a la obediencia». Venció. Hace una visita muy rápida a su parroquia y sin pasar por Santhia para saludar a sus parientes, se dirige a Chieri, donde el 24 de mayo de 1716 comienza su vida religiosa con el nombre de fray Ignacio de Santhia. Había nacido, sí, en Santhia, en la diócesis de Vercelli, el 5 de junio de 1686, siendo el cuarto de una familia de siete hijos. Recibió el santo bautismo el mismo día de su nacimiento. Sus padres, Pedro Pablo Belvisotti y María Isabel Balocco, eran de clase acomodada y estaban emparentados con las mejores familias de Santhia y del condado. Tenía poco más de siete años cuando perdió a su padre. La madre se preocupó de la instrucción y educación de sus hijos acu– diendo a un piadoso sacerdote. Aquel jovencito creció en la piedad y maduró su vocación sacerdotal, además de lograr una formación literaria envidiable. En 171 O termina los estudios teológicos en Vercelli y al quedar vacante la sede episcopal, consigue del papa Clemente XI un «bre– ve» que le autoriza para recibir de cualquier obispo en comunión con la Santa Sede las órdenes menores y mayores, incluido el sacer– docio. Al ingresar en la Orden capuchina, después de seis años de fruc– tuoso ministerio sacerdotal, el padre Ignacio no fue comprendido por sus conciudadanos, particularmente por sus parientes. Ello, no obstante, nadie logró arrancarlo del claustro, donde por fin había encontrado la paz. Padre siempre disponible El señor Belvisotti había entrado en los capuchinos buscando humildad y obediencia. Desde el primer día del noviciado y en los 54 años que siguieron, se ejercitó en estas virtudes hasta llegar a ser un modelo. Recién profeso fue enviado al convento del Saluzzo para dedi-
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