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28 «...el Señor me dio hermanos» Por lo demás, fray Félix conocía otros modos de hacer el bien. Le poseía la pasión de visitar a los enfermos: en el convento, en las casas particulares, en los hospitales de San Jaime de los incura– bles, del Santo Espíritu y de San Juan de Letrán. Socorría con solicitud especial a los forasteros privados de ayu– da. De esta manera cuidó de muchos compaisanos y, entre ellos, a su hermano Carlos que murió en Roma. A los enfermos, les diri– gía palabras simples y rudas para exhortarlos a la confianza y la aceptación del mal como medio de expiación. Y sus palabras resul– taban eficaces por el calor de su convicción y por la unión íntima y plena del consolador con el dolor del que sufría. No raramente, la caridad de fray Félix produjo curaciones pro– digiosas. Pero él era un maestro en minimizar la intervención de su virtud taumatúrgica. De este modo curó a Constanza, madre del cardenal obispo de Orvieto, Pedro Crescenzi, bañándole la cara con vino recogido de limosna. En el hospital de San Juan curó instantá– neamente a un enfermo, deshauciado por los médicos, dándole a beber un sorbo de vino, tras haber convencido a los reacios enfermeros. - ¡Vaya, no lo dejéis morir de sed! Seguidamente los amigos bromeaban sobre esta terapia: - ¡Fray Félix, cuando esté enfermo, tráeme un poco de tu vino! Más frecuentemente, acostumbraba signar a los enfermos con el crucifijo: así había Uno a quien atribuir las curaciones y las mejorías. Fray Félix exhortaba también a otros, además de a los enfer– mos y pobres. Con palabras ásperas, balbuceadas en humilde dialec– to sabino y tratando a todos de tú, desvelaba a gente culta y engreí– da los ignorados gozos de la mansedumbre y de la humildad cristia– na. Dedicaba una buena frase a todos, exactamente como se da al necesitado un pedazo de pan. En realidad, existe también un ham– bre del espíritu, que sólo Dios puede colmar. Y fray Félix, que no sabía nada de las cosas del mundo, conocía las celestiales mejor que un teólogo y, en consecuencia, tenía con qué saciar a aquellos misteriosos hambrientos -existen también pordioseros del espíritu– que, a veces, mueren de lento aburrimiento sin nadie que los atiendan. Sorprende la firmeza con que este hombre, que se veía obligado por su oficio a llamar a todas las puertas, impartía sus lecciones
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