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FELIX DE CANTALICE 27 del Colegio Romano. Viéndolo de lejos, lo saludaban a coro hasta el punto de hacer retemblar plazas y calles: «¡Deo gratias!». Y fray Félix les contestaba todo feliz: «¡Deo gratias, hijitos, Deo gratias!». En ocasiones, hasta le gastaban inocentes bromas, aunque fray Félix no las juzgara tan inocentes. Un día por ejemplo, mientras estaba entretenido con un grupo de alumnos del célebre colegio, uno de ellos con destreza y a hurtadillas, le escondió un «julio» (mone– da toscana) en la alforja. Al instante, «el aznillo de los frailes» se sintió abrumado por el peso de la alforja: - ¡Jesús, Jesús, Jesús! ¡Una serpiente ha entrado en este bolso! Y corrió a la cercana iglesia de San Eustaquio, donde vació el pan sobre el pavimento, librándose también así del «julio». Pero con más frecuencia, la capaz alforja de fray Félix se va– ciaba antes de cruzar el umbral del convento y por motivos bien distintos. El no era solamente el limosnero de los frailes: era tam– bién la providencia de los pobres. Tras la puerta de cada casa, al resguardo de indiscrección ajena y salvaguardia del decoro propio, ¡cuántas lágrimas y miserias silenciosamente devoradas a puerta ce– rrada! Pero a fray Félix se le contaba todo. Tal vez por eso, dijo un día a un compañero: - No puedo llorar, cuando tengo motivo. Había obtenido permiso de los superiores para socorrer a los necesitados. Lo usaba con abundancia, para dar a los pobres, espe– cialmente a los enfermos y a los vergonzantes. En los procesos se citan numerosos casos de viudas con muchos hijos y de jovencitas, a las que la miseria exponía en el peligro de perderse. De la alforja sin fondo, como su corazón, fray Félix sacaba pan, vino, aceite y carne. Otras veces interesaba a señores y cardenales en situaciones particularmente penosas. Ciudadanos acomodados y señores de la nobleza romana le entregaban prendas de vestir para que pudiera cubrir al que se encontraba desnudo. En tiempo de carestía, soco– rrió a lo largo de todo un año a centenares de familias. Aun en aquellas situaciones, a fray Félix le llegaba el pan en abundancia. Y así el humilde limosnero, sin comités y sin propaganda de prensa, pudo aliviar la miseria de tantos y tantos pobres. Tampoco resulta– ba raro, que ofreciera pan a los mismos ricos para que en espíritu de humildad honrasen a la divina providencia.
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