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372 «... el Señor me dio hermanos» Cortés hasta el fin Fray Crispín cae gravemente enfermo en Orvieto en el invierno de 1747-1748. El reúma y la gota de manos y de pies, acompañados de fiebres altísimas, lo inmovilizaron en el lecho. Sucedió en la resi– dencia, y tuvo que ser atendido por algunos seglares hasta que fue– ron destinados dos hermanos que lo cuidasen de día y de noche. A don Ercole Salviati, que le había preguntado cómo podía mante– nerse alegre entre tantas penalidades, le respondió «que su mal no le causaba malestar». Pero después, haciendo que se acercase a su lecho, le susurró al oído: «¿Sabes qué es lo que me apena? Me apena que estos hermanos sufran por mí». A pesar de haber asistido él, en tiempos pasados, en la residen– cia a tantos capuchinos enfermos, no se le concedía ahora, para mayor desdicha suya, ser atendido en ella durante su grave enferme– dad. Por lo demás fray Crispín está convencido de que había de morir en Roma después de haber ganado la indulgencia del Año Santo de 1750. Así lo había confiado a más de un visitante. Por consiguiente, el padre guardián fue preparando el terreno, conquis– tándose la voluntad de «algunos principales de la ciudad», quienes le dejaron salir «secretamente y sin que el pueblo se apercibiese». Partió del convento, a donde había vuelto para algunos días, a las primeras luces del alba del 13 de mayo de 1748. Lo hizo en un carruaje puesto a su disposición por la familia Falzacappa, la misma que le había hospedado una vez en Tarquinia y que, sin que él lo advirtiese, había conseguido que se le hiciese un retrato. Contra toda esperanza, en Roma se restableció un tanto. Allí era ya conocido de antes. Un testigo refiere haber visto cómo, a su llegada en 1744, «toda Roma se echó a la calle», lo que demues– tra la fama que ya entonces le precedía. Fray Crispín se lamentará un día con el padre Angel Antonio de Viterbo: «Oh, Dios, yo no sé por qué viene a mi tanta gente. No soy santo, no soy profeta... » Y comenzó la procesión de nobles y de gente sencilla hacia el con– vento; pero, lo que era más penoso para el buen anciano, comenza– ron también sus visitas a los enfermos por toda Roma. Muchos man– daban su carruaje; pero él, en cuanto le era posible, prefería ir a pie «diciendo que eso era más propio del asno de san Francisco».
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