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CRISPIN DE VITERBO 367 Pero hay también toda una serie de aforismos, que se diría expresivos del temperamento natural de fray Crispín. Con ellos bro– mea alegremente sobre acontecimientos y situaciones no pocas veces dolorosas y con un sentido de humor inagotable. El droguero orvie– tano Francisco Barbarechi, atormentado por la gota, solía ser joco– samente invitado por fray Crispín «a tomar el talón de Aquiles, esto es, la azada y trabajar en la villa crispiniana, que así llamaba a su pequeña huerta, en la que ponía lechugas y plantaba las verdu– ras para los bienhechores». Restallante como un latigazo en la cara fue la respuesta dada a otro que le pedía le curase del mismo mal: «Vuestra gota es más de manos que de pies, pues no pagáis lo que debéis; vuestros trabajadores y criados están llorando». A la prince– sa Barberini, que quería ver curado inmediatamente a su hijo Car– los, le respondió: «¿No te basta con que se cure durante el Año Santo? ¿O es que quieres tener sujeto al Señor por la barba? Hay que recibir las gracias de Dios cuando El las quiera conceder». A Cosimo Puerini, que se apenaba de haber dado de limosna una bo– tella de buen vino, le dijo fray Crispín: «¿Es que quieres hacer el sacrificio de Caín?». Cuando un capuchino se libró milagrosamente de la muerte al intentar atravesar un río crecido, fray Crispín tara– reó: «Turbia se ve, turbia baja; soy un gran loco si se pasa». Muchas veces se veía obligado a hablar fray Crispín de sí mis– mo ... para ayudar a los demás a hacerse una idea de él más acorde con la verdad. Eso, al menos, pensaba él, que de buen grado les seguía el aire a sus difamadores diciéndoles: «Soy de la peor espe– cie, pues de algunas se consigue al menos un poco de jugo; pero de mí ¿qué se puede esperar?». Para huir de alabanzas y encomios fray Crispín recurría a menudo a imágenes y semejanzas. Si alguno le decía que no estropease la comida con ajenjo, le respondía: «To– do lo amargo es digno de aprecio»; o bien: «Este ajenjo, si no le hace bien al paladar, le hace bien al espíritu». Al que le compa– decía viéndolo caminar bajo la lluvia, le decía: «Amigo, yo sé andar entre una gota y otra»; o si no ponía en danza a su «sibila», que le sostenía «el paraguas sobre la cabeza» o le llevaba las pesadas alforjas. Visitando al cardenal Felipe Antonio Gualtieri, éste le pre– guntó por qué en algunas ocasiones no se ponía un hábito y un manto mejores. Y fray Crispín, «extendiendo el manto, respondió

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