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362 « ... el Señor me dio hermanos» los frailes»; pero con frecuencia lo convertía todo en broma. «Res– pondía que todos estamos bautizados, que es ésta una gracia de Cristo señor, y cosas por el estilo». Al que se malhumoraba «cuan– do llegaba a la mesa el pan florecido, es decir, enmohecido, le decía riendo: qué obligados debemos sentirnos a nuestro seráfico padre san Francisco, que no nos abandona nunca, y que hace florecer para nosotros todas las cosas, pan y vino, legumbre, tocino y cuan– to necesitamos». Se podría uno preguntar por el estado de ánimo y por los senti– mientos de fray Crispín cuando pronunciaba estas frases. Estamos acostumbrados a mirarlo como un juglar alegre del buen Dios, como una mezcla feliz de ingenuidad, de mansedumbre y de cortesía caballeresca. ¿Pero era realmente así? El padre Jacinto de Belluno, que fue guardián suyo y lo conoció a fondo, declaró en los procesos que fray Crispín ejerció en grado heroico la virtud de la fortaleza «en saber reprimir y amansar aquel natural suyo (quería decir tempe– ramento), fuerte y encendido, que yo descubrí en él y que él procura– ba atemperar, unas veces callando ante la adversidad y otras disimu– lando ante lo desapacible, y siempre con aquella jovialidad y alegría que acostumbraba incluso en lo que le era indiferente». Un día con– fesó a su compañero fray Santiago de Adorno, que, aunque Dios proveyese a los capuchinos tan sólo «de pan y agua sucia, nos debié– ramos alegrar lo mismo por tal providencia divina». Por eso sus res– puestas eran jocosas tan sólo en apariencia, ya que nacían de convic– ciones profundas; además, en la intención del que las profería, iba a ayudar a los hermanos a reflexionar sobre la propia vocación. Frailes descontentadizos Crispín los encontrará hasta el día de su muerte. En la enfermería de Roma algunos de éstos, molestos por su fama de santidad, le endosaron el apodo de «santo come– milagros», sin duda aludiendo al vino y otros artículos multiplicados por él. A los tales solía responder con un verso de Tasso, que le había sido particularmente querido y familiar durante toda su vida; «¡Amigo, has vencido, yo te perdono, perdona!». Y, para afianzar el perdón, distribuía entre los que refunfuñaban rosquillas y otras chucherías que le regalaban a él. En el fondo era un modo como otro cualquiera de cerrarles la boca a fin de que no faltasen a la caridad fraterna, al menos mientras comían.

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