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CR!SPIN DE DE VITERBO 361 Su oficio lo mantenía casi siempre fuera del convento, en con– tacto estrechísimo con «su gran familia orvietana», cuya vida y mi– lagros conocía. Pues bien, al regresar al convento, no faltaba quien le requiriese noticias. Entonces fray Crispín, pronto y decidido, res– pondía: «Tengo algo más que hacer que vivir preocupado por esas cosas». Hubo allí un guardián que tenía la obsesión de la observancia. Por la tarde quería a todos los frailes en el convento, incluido el mismo fray Crispín, que, con gran sacrificio, debía renunciar y ser– virse de la residencia para comer un bocado de pan y descansar un poco. Pero si nada le importaba cuando era a costa de su sacri– ficio personal, se mostraba en cambio irreductible ante cuestiones de principio que ponían en peligro su ideal. Así sucedió en 1715, cuando su nuevo guardián, el padre Francisco Antonio de Port'Er– cole, al asumir el gobierno del convento, ordenó a fray Crispín que postulase dinero. En Port'Ercole, fortaleza española, el guardián había crecido entre cuarteles; no estaba, por lo tanto, acostumbrado a tran– sigir y menos aún, a ser desobedecido . Por eso, ante la resistencia de fray Crispín, decidido a no quebrantar la Regla, logró alejarlo de Orvieto. Fray Crispín salió para Bassano, de donde, casi a los tres meses, fue de nuevo reclamado desde Orvieto por la comuni– dad. En el convento mandaba todavía el padre Francisco Antonio de Port'Ercole, el cual, obligado a abandonar sus pretensiones, ter– minó miserablemente fuera de la Orden. Para fray Crispín la penitencia era un ingrediente esencial de la vida religiosa. Por eso no era extraño que dijese «que el buen vino no estaba bien en la mesa de los capuchinos, sino en la mesa de los señores; o bien que llevase al convento «el pan de peor cali– dad», es decir, el peor hecho de Orvieto -y que él pedía de li– mosna a los campesinos- a fin de que «recordasen los religiosos -decía con frecuencia- que eran pobres capuchinos». Sucedía tam– bién que, cuando oía alabar la calidad del vino, corría a la bodega a «bautizarlo». De aquí el enfado de algunos religiosos pobres de espíritu. Los más se limitaban a refunfuñar; pero alguno se le en– frentaba reprochándole que no fuese capaz de servirlo como venía a las necesidades de la comunidad. ¿ Y fray Crispín? A veces confesaba ser «un siervo inútil de
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