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CRISPIN DE VITERBO 359 ser requerido. Y no sólo a los frailes. Una mujer rica de Orvieto, Livia Stellini, refirió que, «sin ningún respeto humano, le dijo mu– chas cosas sobre su conducta a fin de que se corrigiese... ; porque no iría al cielo bailando, danzando y perdiendo el tiempo en vanas conversaciones». Cuando la encontraba por la calle le repetía en alta voz: « Vanitas vanitatum et omnia vanitas». Pero aquella mu– jer, exitosa y casquivana, no se decidía a desprenderse del fasto y de los jóvenes que la cortejaban. A fin de doblegarla le jugó una buena partida. Durante una misión popular se las apañó con el predicador «mañanero» para que llamase de esta forma bajo la ventana de la mujer: «Alma, conviértete hoy, que mañana será tar– de». La mujer, tomando aquellas palabras como dichas para ella, se decidió a poner en la puerta a sus amantes. A la mañana siguien– te, encontrándola fray Crispín, le dijo: «Está bien, Dios os ha ven– cido y el diablo os ha perdido». Y el cambio fue radical, pues la mujer, siguiendo los consejos de fray Crispín, comenzó a visitar y socorrer a los enfermos del hospital, entre los cuales se encontra– ba Orsola Pisana, «cubierta de fétidos males», y Rosa Grepelli, «se– ducida en la vida». Fray Crispín visitaba los numerosos monasterios de Orvieto, y no sólo por su oficio de limosnero, sino porque el obispo se servía de él «para poner remedio a las disensiones que surgían en los mismos monasterios». Tenía en la mayor consideración la vida con– sagrada de aquellas mujeres y orientó más de una vocación hacia el estado monástico. Tuvo ferviente amistad con muchas religio– sas, a las que visitó y animó hasta los últimos días de su vida. Sin embargo, en muchas páginas de los procesos aparece en ac– titud severa y recelosa hacia las que moran en los monasterios. Un testigo manifestaba: «decía pocas palabras y graves, y a veces las reprendía». Con frecuencia les amonestaba a huir «del ocio de las rejas, pues de ellas no se consigue sino afición al mundo... su mayor abismo». Nos ha llegado también el eco de las palabras, serenas y clarifi– cadoras, que fray Crispín no temía dirigir a sacerdotes y teólogos. Respondía así al padre Miguel Angel de Reggio Emilia, predicador apostólico y examinador de obispos: «Amemos, carísimo padre, ame– mos a Dios con todo el corazón y nos salvaremos». Y al abate
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