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358 «... el Señor me dio hermanos» misionero (había pedido en vano ir entre infieles), especialmente en– tre los pobres ignorantes. Los párrocos de Orvieto «lo llamaban el apóstol y el misionero» de la montaña. De hecho, en sus recorri– dos de lismonero por los lugares y aldeas de la región de Orvieto, instruía, especialmente por la tarde, «a los muchachos y a los po– bres campesinos en los misterios principales de la fe y en la doctrina cristiana con gran aprovechamiento de aquellos ignorantes, pues les hacía repetir una y otra vez las mismas cosas, hasta que le constase que las habían aprendido». Sus enseñanzas no solamente resultaban amenas, sino que también eran «solicitadas»; los días de fiesta ve– nían «a buscarlo, especialmente los humildes campesinos; y él, sin más», los seguía catequizando. Pero no eran sólo los campesinos los que venían a llamar a la puerta de la residencia. Un testigo declara en los procesos: «Por cualquier suceso, aún insignificante, que ocurriese en Orvieto, se re– curría inmediatamente a fray Crispín». Estos sucesos a los que se refiere el testigo eran pleitos entre hermanos, entre esposos, entre ciudadanos particulares, entre pandillas y entre autoridades civiles y religiosas. Pasando por alto los muchos y curiosos ejemplos que podrían aducirse, aludimos solamente a lo que manifestó el obispo José de Marsciano con lágrimas en los ojos: que «habiéndose mar– chado fray Crispín, había perdidó al pacificador y la paz misma de la ciudad y de la diócesis». Eran muchísimos los que, de cerca y de lejos, acudían a fray Crispín en busca de consejo, como se suele hacer con el más aveza– do director de almas. Se quería saber de él hasta qué punto era conveniente un matrimonio y con quién, o cómo solucionar los pro– blemas familiares. Si alguien vivía obsesionado por la idea de la condenación, le decía: «Basta con que observéis los mandamientos de Dios y de la Iglesia para que vayáis al cielo derecho, derecho». A su compañero fray Domingo Canepina, que se imaginaba vivir prisionero en la angosta residencia de Orvieto, oscura y sin aires, y que por este motivo proyectaba pedir ser trasladado a otra parte, le dijo: «¿Qué es lo que pensáis? ¿Qué pensamiento os cruza por la mente? Oh, desechad esas tentaciones, pesares y disgustos y ate– neos a la santa obediencia». Como ha podido verse, a veces aconsejaba y amonestaba sin
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