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CRISPIN DE VITERBO 357 Otra plaga de aquel tiempo vino a apremiar la caridad de fray Crispín. Uno de los testigos refiere: cuando «se daba el caso de niños abandonados en la puerta del convento o de la residencia de los capuchinos, como suele suceder con frecuencia, Crispín los reco– gía, los guardaba con gran caridad durante la noche y los llevaba después, sin avergonzarse, al hospital de Santa María de la Stella, donde suelen ser atendidos». No faltaron situaciones embarazosas, que fray Crispín, con su buen humor, supo convertir en episodios dignos de las «Florecillas». A algunos de estos «expósitos» los si– guió después con particular interés cuidando de que aprendiesen al– gún oficio. Fray Crispín estaba convencido de que gran parte de las mise– rias materiales y morales que cada día contemplaba con sus ojos provenían de la injusticia. Por eso él, de ordinario tan apacible, clamaba con fuerza contra el «grave pecado del que defrauda en su salario a los trabajadores». Conminaba a los comerciantes para que fuesen justos. Procuraba que los trabajadores, que a veces eran llamados a trabajar en el convento, fuesen tratados bien, de modo que todos «fuesen al trabajo de buena gana». El predicador ca– puchino padre Angel Antonio de Viterbo declaró en los procesos cómo fue exhortado por fray Crispín «para hacer también yo lo que él hacía. Me dijo que, cuando topaba con uno de estos defrau– dadores, se lo echaba en cara». Así lo hizo con un noble que, habiendo caído enfermo, le pedía su curación. El le dijo que, «si quería la salud del cuerpo, mirase primero por la del alma; y que, cuando pagase lo que debía a sus acreedores y a su servidumbre, entonces él rogaría a María santísima por la salud de su cuerpo». Con la misma libertad reprendía siempre y en cualquier lugar a los blasfemos. «Dejaba la alforja -declara un testigo-, iba al encuentro del blasfemo y lo corregía severamente». Como se lo decía un día el profesor padre Luis de Belluno, fray Crispín era «un hermano docto»; porque no sólo había estu– diado de joven, sino que leía, meditaba, escuchaba las predicacio– nes, y, a una inteligencia despierta y vivaz, se añadía en él una memoria indeleble, capaz de repetir a la letra toda una predicación; cosa que solía hacer, sobre todo cuando se trataba de temas de especial interés para la vida cristiana. Tenía conciencia de ser un
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