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356 « ... el Señor me dio hermanos» enferma cerca de aquí». Y le llevaba carne, galletas y rosquillas regaladas por las monjas. Cuando enfermaban los frailes, quería que se los trasladasen mejor a la residencia, que a la enfermería de Viterbo; y los cuidaba con la máxima solicitud. Durante mucho tiempo visitó y socorrió a un religioso enfermo de otra orden, triste– mente abandonado por los suyos. A las monjas les insistía sobre el cuidado de las hermanas enfermas, y les decía que lo debían ante– poner a las mismas prácticas de piedad. El interés de fray Crispín por los pobres y encarcelados iba mucho más allá de la palabra o del trozo de pan. Especialmente en años de carestía reunió cantidad de granos y otros artículos de primera necesidad en las casas de los señores Francisco Barbareschi, José Piermattei, Bucciosanti y Rosati, para que los distribuyesen a los pobres que el mismo fray Crispín les enviaba provistos de un vale. A veces las limosnas le llegaban de lejos, como por ejemplo del general de los jesuitas. Pero en su mayor parte procedía de los gobernadores y obispos que se sucedieron en Orvieto, y que se ser– vían de fray Crispín como de su camarero secreto. El obispo José de Marsciano, que gobernó la diócesis los años 1734-1754, relató este razonamiento que le hizo fray Crispín: «Señor mío, yo para los frailes me las arreglo de un lado para otro por estos pueblos; pero desearía ayudar también a tantos seglares pobres y a familias en penuria; por eso, si le pluguiese darme lo que fuese para soco– rrerles, sería gran caridad». Caridad que él ejercía en alto grado desde la puerta de la residencia; ni permitía que nadie se fuese de la portería del convento sin ser atendido. Sus visitas a la cárcel eran casi diarias; en ellas consolaba a los detenidos, intercedía por ellos y recomendaba a los funcionarios delicadeza y respeto hacia los mismos. De esta manera a muchos encarcelados se les acortaron los juicios, mientras que otros, hom– bres y mujeres, fueron puestos en libertad. A fray Crispín no se le negaba nada que fuera humanamente posible. No bastándole con ofrecer pan, castañas o una ración de tabaco a aquellos desgracia– dos, comprometió a numerosas familias para que llevaran, por tur– no, la comida a los encarcelados. Uno de los testigos, después de haber descrito la habilidad que para esto tenía fray Crispín, conclu– ye: «de este modo no les faltaba cada día esta limosna».

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