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CRISPIN DE VITERBO 351 le pedía oraciones por él y por el feliz estado de la Iglesia. Por esta razón el futuro cardenal de la Iglesia Francisco María Casini, entonces definidor general y predicador apostólico, se oponía al tras– lado de fray Crispín; sin embargo, le fue concedido por el ministro general, padre Agustín de Latisana, y fue así cómo fray Crispín se libró de una popularidad que él juzgaba peligrosa para la salva– ción de su alma. La popularidad de fray Crispín no era debida solamente a cor– tesía a la hora de hablar o de recitar las octavas de Tasso . Lo mis– mo que en Tolfa, también aquí se le atribuían hechos prodigiosos. Tenía recetas inexplicablemente eficaces para los males del cuerpo y del espíritu. Era general la convicción de que con castañas, higos secos, arrayán, moho, o también tocando a los enfermos con la medalla de su rosario, efectuaba curaciones sorprendentes. En los procesos el anecdotario es abundante y variado, y lo que más sorprende es la naturalidad con que actúa fray Crispín. Casi se diría que actuaba como quien está jugando, quizás con la inten– ción de distraer la atención hacia su persona. Naturalmente que sin conseguirlo. Así un día después de haber curado a Marco Antonio Adriani, camarero secreto de Clemente XI, se vio de pronto inter– pelado por el célebre y desairado Juan María Lancisi: ¿«Es que vuestra triaca tiene más eficacia que la nuestra de médicos?». Y fray Crispín dio con el modo de desarmar al genial y sombrío médi– co del papa: «Señor mío -le respondió-, vos sois sabio, y como tal os reconoce toda Roma; pero mi Señora sabe más que vos y que todos los médicos juntos». El razonamiento no podía molestar a un médico del papa, que, por lo demás, era también un hombre de fe. Sí, fray Crispín lo atribuía todo a la Señora, a la que, tanto en Tolfa como en Albano, había levantado un altarcito, ante el cual nunca faltaban flores, velas y oraciones. En Monterotondo, donde debería trabajar de hortelano, colocará la imagen de la Señora en una pequeña cabaña a un lado de la huerta. Delante de ella derra– maba restos de semillas y migajas de pan para que se acercasen los pájaros y se alimentasen y cantasen, ya que «habría querido que todas las criaturas del universo se juntasen para alabar en todo momento a la gran madre de Dios».
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