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350 «... el Señor me dio hermanos» donde permaneció casi tres años, hasta el mes de abril de 1697. Enviado a Roma, se detuvo allí nada más que unos meses. Desde 1697 hasta abril de 1703 residió en Albano, de donde pasó a Monte– rotondo. Aquí permaneció más de seis años sin interrupción, hasta octubre de 1709. Después se trasladó a Orvieto, donde ejerció de hortelano hasta enero de 1710, año en que comenzó su oficio de limosnero. De esta manera se iniciaban sus cuarenta años de vida en Orvieto, interrumpidos por una breve permanencia en Bassano (últimos meses de 1715) y en Roma (desde mediados de mayo hasta finales de octubre de 1744). Finalmente, el 13 de mayo de 1748 fue la salida definitiva hacia la enfermería de Roma, donde moriría el 19 de mayo de 1750. Esta es la cronología de fray Crispín, reconstruida, no sin difi– cultad, recurriendo a los testimonios procesales y a la vida escrita por el padre Alejandro de Bassano. Durante los cincuenta años que vivió entre los capuchinos, fray Crispín fue cocinero en Tolfa, en– fermero en Roma, de nuevo cocinero en Albano, hortelano en Mon– terotondo y limosnero en Orvieto durante casi cuarenta años. Como hermano que era, se condujo siempre por el imperativo de la «obe– diencia». Tan sólo en dos ocasiones pidió y obtuvo ser trasladado a otro lugar. En Roma los superiores advirtieron su mala salud (su– frió de emotisis impresionante) y lo enviaron a respirar aires más sanos. Pero él se encontraba a disgusto entre médicos, medicinas y libros de consultas. El se había hecho capuchino para ser útil a los demás, por lo que le parecía una traición estarse cruzado de brazos. Según él «no era una bestia para estar a la sombra, sino al fuego y al sol; es decir, que debía estar o en la cocina o en la huerta». Más difícil le fue conseguir el traslado del convento de Alba– no, donde la presencia de fray Crispín se juzgaba necesaria, y no sólo por los servicios que prestaba a la numerosa comunidad y a los todavía más numerosos y considerados huéspedes que allí concu– rrían, sino principalmente por la estima y veneración que le dispen– saban teólogos, poetas, nobles, ministros de estado y eclesiásticos del más alto rango; comenzando por el papa Clemente XI, que en– viaba a fray Crispín velas para que las encendiese ante la imagen de la Señora y tordos para la comida de los frailes. En cambio
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