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348 «... el Señor me dio hermanos» una procesión penitencial que se había organizado a fin de impetrar la lluvia en un momento de especial sequía. Pero aquella fue tan sólo la clásica gota de agua que hace desbordar un vaso. En la fran– ciscana Viterbo sus encuentros con los hijos del Poverello se remon– taban a los primeros recuerdos de su niñez, como se desprende del episodio de los libros robados en la iglesia de San Francisco de Roc– ca. Tal decisión de hacerse franciscano habría ido madurando en él poco a poco, pues había leído la regla de san Francisco y llevaba consigo un pequeño ejemplar de la misma. No sólo eso, sino que, a la hora de hacer una elección concreta, optó conscientemente por el estado de hermano, queriendo así imitar al entonces beato Félix de Cantalicio. Con este propósito se presentó al ministro provincial, padre Angel de Rieti, de visita en el convento de San Pablo, quien le concedió inmediatamente las letras de admisión en la Orden. Quizás llegó a pen– sar, con gran consuelo de su espíritu, que se le iban a abrir sin más las puertas del noviciado. Pero no fue así. Ante todo se opusieron sus mismos familiares, comenzando por su madre, ya avanzada en años y necesitada de ayuda, con una hija soltera a su cuidado, y contrariada al ver que su hijo, con los estudios hechos, se decidía por la humildad y las penosidades propias del estado laica!. Si nos hemos de atener a lo que refieren los procesos, Pedro habría vencido las lágrimas y la resistencia de su madre diciéndole: «Pero qué cara tienes, madre mía. ¿No recuerdas... que me consagraste a la Señora?». A lo que la pobre mujer habría respondido: «Vete, pues, a servir a la Señora». Es difícil negar el contenido de esta conversación. Diríase que jamás se desvaneció su eco en los oídos y, menos aún, en el cora– zón de Pedro, quien había de conseguir de algunas personas carita– tivas de Orvieto que acogiesen, al menos por un tiempo, a su madre y a su hermana. Esta última sobrevivió a su hermano, permaneció soltera, fue terciaria dominica y sirvió en la familia de Juan Bautis– ta Leporelli, quien le ayudó hasta el final de su vida. Era «una santita» que, habiendo quedado ciega e inválida, tuvo que vivir de limosna. Crispín estuvo en comunicación con ella, quizás no sin do– lor, hasta el último momento. De hecho a un joven piadoso, José María Fracassini, que deseaba hacerse capuchino, le aconsejó que– darse en el mundo para cuidar de su madre.

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