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346 « ...el Señor me dio hermanos» tar las aulas de los jesuitas hasta completar la gramática, y al que después acogió como aprendiz en su taller de zapatero. Marcia era una mujer profundamente piadosa, que no se limitó a enseñar a rezar a Pedro las oraciones acostumbradas. Cuando éste tenía cerca de cinco años, visitando una ver el santuario de Quercia, lo ofreció a la Señora. Señalando al niño la imagen de la Virgen, le había dicho: «Mira, aquélla es tu madre y señora; en adelante ámala y hónrala como a tal». Lo acostumbró también a ayunar y a frecuentar las iglesias, pues lo vemos a menudo ayudando a misa y adornando altares con flores compradas con el dinero que le daba su tío. Según muchos testimonios, su niñez fue una niñez piadosa, la de un «santito» que, por lo demás, no derrochaba sa– lud. Posiblemente nació enfermizo, pues, ya de anciano, habrá de confesar: «no quise morir de pequeño». Y ciertamente que las pri– vaciones y los ayunos no debieron contribuir a robustecerlo. Las crónicas han recogido una intervención de su tío, que ha– bría imprecado a Marcia de esta manera: «Tú vales para criar pollos, pero no hijos. ¿No ves que Pedro no crece porque no come?». Y él mismo se encargó de hacerle comer. Pero, a pesar de todos sus empeños, Pedro seguía siempre igual, pequeño y delga– do, como lo había de ser durante toda su vida. Por fin tuvo que ceder el buen hombre con una reflexión que ponía al descubierto su buen fondo cristiano. Dándose por vencido dijo a Marcia: «Dé– jalo ayunar, que, a fin de cuenta, mejor será tener en casa un santo delgado que un pecador gordo». Pedro permaneció en la tienda de su tío hasta la edad de 25 años, y fue bastante más que un muchacho inteligente, trabajador y honrado. En 1721, cuando ya Crispín gozaba de fama de santi– dad, el canónigo Jozzi, de la nobleza de Viterbo, hablando con el padre Gabriel de Ischia, que predicaba en la catedral de Viterbo, exclamó: «¡Oh, qué buen muchacho era en el mundo!». Un novicio bien probado Pedro Fioretti se habría decidido a hacerse capuchino cuando vio desfilar por las calles de Viterbo a un grupo de novicios, que habían bajado del convento de la Pallanzana para tomar parte en

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