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338 »... el Señor me dio hermanos» datas eran presentadas (eufemismo para indicar que eran impuestas) por los diversos grupos eclesiásticos o laicales. No raramente, por este motivo, se trataban de jóvenes «parqueadas» en el monasterio, pobres encarceladas en vida para desesperación propia y de las her– manas. En los procesos se recuerda el caso de una novicia de alto abolengo admitida, no obstante el parecer contrario de Verónica, de la que debió sufrir infinidad de ultrajes. Pero la testigo mencio– na con gran consuelo que al final la santa consiguió saliera de bue– nas maneras, o sea, sin que el monasterio sufriera de las iras de los familiares y de los presentadores. En la vida de la santa, los confesores tuvieron una parte pre– ponderante. A través de las páginas de los procesos desfila una pro– cesión que no acaba, casi unos cuarenta: jesuitas, servitas, francis– canos, filipenses, sacerdotes del clero diocesano. Pues bien, no to– dos hacen un buen papel. Con sus métodos frecuentemente ocasio– nan, en quien los lee, una profunda pena. Son groseros, invasores, holgazanes, habladores. Soy consciente de escribir palabras duras, pero no con precipitación: queda probado por diversos episodios, que clarifican más que una docena de silogismos «en bárbara». Así, el canónigo Carsidoni manda airadamente a Verónica salir del con– fesonario y arrojarse en el fuego de la cocina; el filipense Vicente Segapeli, mientras asiste a Verónica en su agonía, la amonesta «con maneras ásperas y aire de reproche», diciéndole: «¿Para qué tener vendadas las manos, si no hay nada? Todo es hipocresía para enga– ñar». Se podría decir que la raza de los Tomás está indefectible en la Iglesia; j pero aquí encontramos a uno de aquellos que insulta– ban debajo de la cruz! El jesuita Juan María Crivelli, refirió: «lle– gué muchas veces a culparla de bruja, y amenazarla de tal manera para hacerle verdaderamente creer que sería públicamente burlada y quemada viva, como hipócrita y bruja». ¡Bruja! Hoy es poco más que un término pleonástico, usado como chiste o, en el peor de los casos, para lanzar una ofensa gratuita. Pero, en el tiempo de Verónica, en las brujas creían un poco todos -pueblos, magis– trados, hombres de cultura y eclesiásticos-, y aquí y allá venían tratadas con la misma mente que el erudito padre Crivelli insinuaba a la aterrorizada religiosa. Hay algo de congelante en sus pala– bras: «¡llegué muchas veces a ... amenazarla de tal manera hasta

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