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322 « ... el Señor me dio hermanos» s10n de quedarse desconcertados, como si Dios hubiese tenido una distración -si no ya un desacierto-, al haberse servido de un hom– bre como éste para empresas tan grandes. En cuanto a él, conservó inmutable su propósito de permanecer desconocido y arrinconado en su nada, aunque todos le llamaban el «padre santo». Siguió con– siderándose un «indignísimo sacerdote», «un palo seco útil sólo para ser arrojado al fuego», o -más simplemente-, un «pobre pecador», como se firmaba siempre en sus cartas. Las aclamacio– nes, más que una lisonja, eran para él un tormento. Caminando entre el gentío que se apretaba en torno a él, lleno de admiración y veneración, ni siquiera osaba levantar los ojos del suelo. Y cuan– do, por devoción, intentaban cortarle trozos de hábito decía en– rojecido: «preferiría que me cortasen la carne». Su compañero de muchos viajes, el padre Cosme de Caltelfranco, nos descubre cuáles fueron sus sentimientos después de las aclamaciones. Tras haberlo confesado durante varios años, confió a un amigo: «No puedo decir de qué se acusaba en la confesión, pero sí aquello de lo que no se acusaba: nunca le oí acusarse de un sólo pensamiento de propia complacencia». Podría añadirse que todo esto contrasta con la actitud de fir– meza que se dice tenía frente a los poderosos. En realidad, fue pre– cisamente la humildad y la despreocupación de todo éxito humano, y del suyo personal, lo que le hizo ser tan franco. Lo señala así el nuncio de Viena escribiendo a la secretaría del papa: «Libre de segundas intenciones habla con toda claridad». Por otra parte, su actitud humilde y respetuosa -no obstante la firmeza de sus palabras-, era lo que disponía, incluso a los poderosos, a aceptar las verdades más molestas, y hasta las reprensiones, que a otro no se las habrían aceptado. Nos lo asegura el embajador en Venecia, el conde Francisco de la Torre, escribiendo al cardenal Cibo, secre– tario del papa: «Estoy seguro que si vuestra eminencia tuviese opor– tunidad de conocer a este hombre quedaría altamente satisfecho, porque es tratable, muy humano. Sabe conciliar en torno a sí vene– ración y respeto al mismo tiempo».
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