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MARCOS DE AVIANO 317 y la razón por la cual colaboraba: era una lucha por el cristianismo, una cruzada afrontada por voluntad de Dios, y, en cuanto a él co– rrespondía, por una vocación del todo peculiar. Todo su comporta– miento posterior se inspirará de forma clara y lineal, sobre esta convicción. Desde 1684, cuando no estaba impedido por enfermedad y des– pués de la predicación cuaresmal, cada año pasaba los Alpes para encontrarse con el emperador y, hasta 1688, se acercó a Hungría o a los Balcanes, o para estar junto al ejército. Apenas llegado al campamento, se prodigaba en la asistencia espiritual a la tropa y a los oficiales, a fin de que todos tomaran conciencia clara de que no era ésta una guerra como otra cualquiera, sino una cruzada. Con esta finalidad organizaba una gran función penitencial, con con– fesión y comunión, que terminaba con la bendición papal. En referencia a los mandos se esforzaba, particularmente, en man– tener entre ellos la concordia, allanando desacuerdos, antagonismos, contrastes que, con excesiva frecuencia, retardaban y hacían fracasar los proyectos. Particular vigilancia ejercía contra la traición de aqué– llos que, corrompidos por el dinero francés, hacía lo posible por en– torpecer y sabotear los planes militares. Contra estos traidores era de una severidad inexorable: denunciaba su maldad y recomendaba al emperador tener los ojos abiertos. Había en los jefes otros abusos que le amargaban profundamente y que él se esforzaba en cortar: las gravísimas injusticias contra los inferiores y los indefensos. Mien– tras aquéllos derrochaban de forma increíble y gastaban enormes su– mas en diversiones y en el juego, los soldados eran, con frecuencia, desatendidos, mal pagados o no pagados en absoluto. Peor aún, se llevaban a cabo pillajes y violencias inhumanas contra la población de los pueblos conquistados, que eran despojados de todo y reduci– dos a la desesperación. Las protestas y denuncias que sobre el parti– cular encontramos en sus cartas al emperador, son de una fuerza y violencia dignas de un Juan Bautista. Cuando constataba que sus esfuerzos y reclamaciones no valían para nada, dejaba el campamen– to e iba a protestar personalmente ante el emperador. Si su misión fue, en general, de gran provecho para el bien espi– ritual de los combatientes, no fue menos ventajosa para el triunfo de las armas. Basta leer los documentos de la época para compren-

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