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312 «.. .el Señor me dio hermanos» bendiciones y los maravillosos sucesos que tenían lugar. Florecían los prodigios como rosas en primavera. El año siguiente 1681, fue más agotador, si cabe. Predicaba la cuaresma en la importante iglesia de San Polo. Por orden del papa y de los superiores hubo de ponerse en camino para los Países Bajos, donde la princesa Ana Isabel de Vaumont esperaba obtener la curación del duque Carlos Enrique de Lorena, su marido. Pasan– do por Mantua, se encontró con el duque Fernando de Gonzaga y, por encargo del papa, trató de inducirlo a poner un poco de orden en su vida privada. Luego, siguiendo por Milán y Turín, lle– gó a Francia donde, por razones prevalentemente políticas, fue tra– tado indignamente por Luis XIV. Sin permitirle acercarse a París, donde le requería María Ana Cristina, esposa del delfín Luis, lo hizo conducir hacia el norte en un carro de paja. Llegó a Mons, en los Países Bajos españoles, prosiguió hasta Bruselas y Amberes. Recorrió después Westfalia, Gueldria, Renania, el Palatinado, Suevia; atravesó luego Suiza, entró en Italia por el San Bernardo y llegó a su convento de Padua a finales de septiem– bre . Un gigantesco viaje de casi seis meses. Durante ellos, pocos fueron los días que no predicó dos, cuatro, cinco y hasta más veces. Sin contar que era obsequiado por los más grandes personajes de Europa. Huelga hablar de los prodigios que, como siempre, flore– cieron a su paso. Por descontado que, entre ellos, hay que mencio– nar la curación del duque Carlos Enrique de Lorena. El padre Marcos y el emperador Leopoldo I Después de la predicación cuaresmal de 1682, el padre Marcos debía ir a España; pero Luis XIV no le dio pasaporte para atrave– sar Francia. Por ello recibió orden de marchar a Austria, donde el emperador deseaba consultarle. Leopoldo I, hijo de Fernando 111, había subido al trono impe– rial muy joven, en 1657, tras la muerte de su hermano mayor Fer– nando. Como hombre, estaba dotado de notables cualidades: era generoso y magnánimo, inteligente y culto, de una moralidad irre– prensible. Pero dejaba mucho que desear como emperador, sobre todo
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