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310 «... el Señor me dio hermanos» predicaba en la iglesia de San Pedro, en presencia de los príncipes y de una gran multitud, la estatua de la Virgen con el niño en brazos, se animó, volviendo los ojos ora al cielo ora al padre Mar– cos que estaba en el púlpito. La conmoción fue indescriptible. El prodigio siguió repitiéndose más adelante, de cuando en cuando, en meses y años sucesivos. Tenemos de ello muy autorizada confir– mación en las cartas que el conde palatino escribió al siervo de Dios. De Neuburg hubo de continuar el viaje por Bamberg, Würz– burg, Worms, Maguncia, Coblenza, Colonia, Düsseldorf. El 16 de noviembre se encontraba en Ausburgo, donde el obispo Juan Cris– tóbal von Freiberg anhelaba su venida como «la cosa más querida y deseable». Fue acogido con una procesión entre el repicar de to– das las campanas. Los resultados sobrepasaron las más risueñas es– peranzas del prelado. El padre Marcos tornó a Italia en diciembre del mismo año 1680. Fue un año agotador, comenzando con las extenuantes fatigas de la cuaresma, continuado con dos largos viajes allende los Alpes, re– corriendo miles de kilómetros, siempre a pie. Y más que el caminar le resultaba fatigoso el continuado asedio de los fieles, que acudían de todas las partes, acechaban por los caminos y, con la indiscreción de las muchedumbres, lo oprimían, querían tocarlo, le cortaban tro– zos de hábito, le repelaban la barba. Las aglomeraciones eran, a ve– ces impresionantes. «Si el propio emperador viniese a Ausburgo acom– pañado de otros soberanos -escribía el prior de los cartujos de Buxheim-, pienso que no habría un similar concurso del pueblo». Y luego estaban la predicación que, aunque breve, era inin– terrumpida y el acto de contrición. Y lo extraordinario era que logra– ba hacerse entender, aún sin saber alemán. Se expresaba en una mex– cla de italiano, latín y de frases alemanas que había aprendido. Tal vez, más que comprender la gente intuía lo que iba diciendo al ob– servar su persona, oyendo las inflexiones de la voz y siguiendo sus gestos y movimientos. De hecho tenemos el dato de que conmovía hasta las lágrimas. «Hace llorar incluso a quienes no le entienden», escribía un padre jesuita. Y el nuncio de Colonia: «El concurso que llevan consigo estas breves prédicas es tan numeroso que no ha visto cosa igual en la ciudad nadie de los nacidos». Y no sólo era la pre– dicación la que atraía a la gente, sino también, y sobre todo, las

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