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URSULA MICAELA MORATA 297 ni hablar. Le prohibió contar cosa alguna que le dijese él. Mandóle que rechazase cualquier comunicación de Dios o dirigiese palabra de ternura al Altísimo. No había de leer libro alguno ni que otra se lo leyera; no escribir cartas, ni desahogarse con religiosa alguna, ni contar pena ni consuelo, y que pasase en silencio. Encargó a una religiosa muy escrupulosa que la observase cuanto hacía y la mortificase con disimulo. Para estas pruebas y otras muchas pidió el asesoramiento de personas entendidas en materias espirituales, informándoles de las mismas y del resultado de sus experiencias, de Murcia, Toledo, Ma– drid y el obispo de León, entre otras. Pudo al fin decirle que no tuviera temor de engaño, que su espíritu era de Dios y estaba en la verdad. Este sacerdote era un experto conocedor de espíritus. Lo que se deduce de la prudencia mostrada en todo su proceder. Sor Micae– la, bajo el influjo de la gracia y la acción de tal consejero, pudo alcanzar la desnudez y vacío de los sentidos y potencias, que parecía se habían acabado sus propios deseos. El 10 de julio de 1667 perdió a tan experimentado director. Por intervención del obispo de Cartagena, D. Mateo de Sagade y Bogueyro, convencido de la rectitud de su camino espiritual, asu– mió el padre Jerónimo de Teruel, capuchino, la dirección de sor Micaela. Dotado de prudencia y sabiduría, cuando le pedía hacer algunos ejercicios «especiales», dábaselo con medida, que ni del to– do se los negaba ni siempre se los concedía. Su consejo y dirección le proporcionan un ambiente de serenidad en el obrar. El 2 de febrero de 1668, sor Micaela:, después de hacer un acto de penitencia corporal, se puso una argolla al cuello en señal de esclavitud y sujeción a la Virgen nuestra señora. Como gabela de sumisión, cada año repetiría la penitencia, ofreciendo en los sába– dos y sus fiestas particulares mortificaciones y ejercicios de piedad: será el reconocimiento de esclavitud mariana, no pertenecerse a sí misma, sino ser propiedad de la madre de Dios. La Virgen la tomó en sus brazos y la presentó a su Hijo, quien renovando sus desposo– rios con ella, le entregó las arras de desposada: las tres virtudes de la fe, la esperanza y la caridad, transformándola en sí mismo por amor de su Madre.
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