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294 «... el Señor me dio hermanos» Estando una noche en oración después de maitines (1653), le fue mostrado en espíritu un ángel con un dardo de fuego, que le metió en su corazón. El dolor y el fuego que percibió fueron tan grandes que cayó en tierra desmayada. Sujetóla el ángel para que no se dañase. Así estuvo como una hora, abrasada y quemándose en las llamas del divino amor. Lo sentía en el centro de su alma con una soledad profunda y desamparo grande, junto a la desnudez de toda cosa creada. Su pena y tormento no hallaba alivio en nada, ni aun en Dios. Se agrandaban las ansias de conseguir la mayor perfección con el ejercicio de las virtudes. Sentíase herida, y el fuego le daba calentura. La paz y el gozo de su alma supera– ban los penetrantes dolores corporales que sufría. El 6 de noviembre de 1653, el río Segura se desborda nuevamente, y las capuchinas recalan en las Ermitas por segunda vez. La estancia en el monte se prolonga hasta mayo de 1654. Sor Micaela enferma la noche de Navidad, y no puede asistir al oficio divino en el coro. El Niño-Jesús le da a conocer cuán buena y agradable es a sus ojos la desnudez del alma; que sólo busca su voluntad, en esto consiste la disposición para recibir las divinas influencias. También en este tiempo le acosa la soledad y desamparo de Dios, pero se alienta con la esperanza y la fe. Otro día, la enfermera le trae un ramo de rosas. Se suspende en Dios y agradece a la religiosa el obsequio con un abrazo. Para su corazón se reserva obrar todas las cosas sólo, por y para Dios, sin mirar premio alguno, sino solamente agradar a Dios. De regreso a Murcia, las criaturas prosiguen dándole motivos de merecer, atribuyendo sus dolores y enfermedad a hechuras del enemi– go. Jesús le advierte que ha de padecer, mientras viva, tales trabajos. Ella respondía que no tenía más voluntad que la suya. Estaba muy consolada, porque era Dios quien le daba a padecer la enfermedad y le daba fortaleza . Especial preocupación tenía por las almas del Purgatorio. Porque -dice- «en lo que resplandece la misericordia de Dios, es en el gusto que tiene de que esas almas amigas suyas, sean socorridas y aliviadas y, libres de sus penas, gocen de este divino Señor». Con ellas usaba de gran caridad, padeciendo sus achaques sin tomar alivio alguno. En enero de 1655, se agrava la enfermedad tanto que el médico, el confesor y la abadesa piensan que su vida va a terminar en unas horas.

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