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288 «... el Señor me dio hermanos» Jesús la previno solícito diciéndole que siempre «estaré contigo, aunque parezca que estoy lejos y que te tengo olvidada». Las llagas de Jesús crucificado serán las armas con las que ha de vencer. Comienza la prueba cuando, desde su situación de pecadora, llega a la conclusión irreflexiva de su estado de pecado mortal. Se le hace tenebroso el tiempo de oración y las mismas devociones; incluso la devoción a la reina de los ángeles. Rebosante de tristeza piensa que está condenada y, como, ya no hay remedio, calla la situación sin declararse al director espiritual. Llega su turbación a tal intensidad que un día sale del coro, alborotado su interior. Al pasar delante de una imagen de la Virgen, es incapaz de hacer la reverencia como siempre, ni aun mirarla. El aturdimiento le hace proyectar su inquietud interior en representadones del enemigo que -afirma- veía corporalmente. Reconoce, sin embargo, que el áni– mo y el valor del Señor la detenía, incluso cuando los pensamientos rondaban de quitarse la vida. Estaba desesperada -dice-. Mas no era una desesperación entendida en sentido teológico, sino como ago– bio inaguantable. Durante cuatro meses se mantuvo la tensión. Se sucedían las tentaciones contra la fe, con aprietos de blasfemar; pero siempre te– nía una luz invisible que aclaraba su mente y una fuerza le sostenía para no consentir; lo mismo que los estímulos reiterativos contra la castidad, que le fustigaban con molestias muy impertinentes. Ade– más, todo este tiempo tuvo su cuerpo en aprieto con fuertes dolores . Jesús no la abandona. Rezando Completas cierto día, al recitar el versículo que dice «Clamó a mí, yo le escuché ... con él estoy en las tribulaciones», se quejó al Señor. «¿Cómo si estás con los atribulados, yo no te siento?». Tuvo respuesta en espíritu: «Aquí estoy contigo. Tus penas y trabajos, en mis oídos, están dando cla– mores para mí muy gustosos. Y los recibo para engrandecerlos y premiarte lo que por mi amor padeces». Al término de tantas contingencias alcanza un profundo conoci– miento de su Majestad y de su propia nada. Que si algo hay en ella de bueno, a Dios se lo debe. Los sufrimientos han sido pocos según lo que merece por sus pecados. ¡Que sea Dios bendito! Al– guien pudiera pensar, al llegar a este punto, que ha enfermado con una depresión. Los elegidos también enferman.

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