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JOSE DE CARABANTES 269 de la época era más perceptible en la corte que en las ciudades de provincia o en los centros rurales. Aunque ignorante, el pueblo era profundamente religioso. Le gusta, de forma peculiar, el culto a los santos, las grandes representaciones sagradas y las fastuosas procesiones. Si bien la moralidad pública era pasable, había, no obs– tante, casos graves de inmoralidad, de enemistades, el vicio de la blasfemia; y había cantidad de pecadores ocultos a quienes era pre– ciso sacudir y reconciliar con Dios . Por otra parte, los españoles de aquel tiempo estaban muy preocupados por la salvación eterna . En los abundantes desafíos que terminaban en sangre y en muerte, por fútiles pretextos, los heridos acostumbraban a pedir, con el últi– mo hilo de voz: «confesión, confesión». El padre Carabantes tenía una peculiar sensibilidad Jara estos pecadores públicos u ocultos. Lo testimoniaba a un amigo y confi– dente suyo: «no había para él día de mayor alegría y alivio que aquél en que llegaba a él un gran pecador» . Cuanto mayor era el pez más grande era la alegría de capturarlo. Solía decir: que vengan a mi los grandes pecadores, que vengan los sedientos a las aguas. Y el medio mejor para atraer y pescar a los pecadores eran las misiones populares, «el último remedio -escribía- que Dios ofrece a muchos pecadores». Y otro capuchino contemporáneo, el padre Mateo de Anguiano, -codificador de las costumbres de los capu– chinos españoles y por ello uno de los fautores de la más rígida observancia-, no dudaba en definir estas misiones: «el ejercicio más propio de nuestro Instituto y el más conforme a la imitación de Cristo redentor». La fama del misionero itinerante por tierras andaluzas, llegó hasta Castilla. El nuevo obispo de Orense (Galicia), el jerónimo Bal– tazar de los Reyes, predicador y confesor real, logró un decreto real para hacerlo venir a su diócesis. Allí, en noviembre de 1669, el padre José inició la primera misión a la cual siguieron otras se– sentas y dos. Desde este momento ya no interrumpió más su activi– dad. Ello le hubiera obligado a renunciar a su carisma, a su verda– dera vocación capuchina, a pesar de que la actividad misional le retenía contínuamente fuera del convento y le hacía imposible la observancia regular, que era uno de los pilares del ser capuchino del siglo XVII.
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