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268 «... el Señor me dio hermanos» En pocas palabras: cumplir todo ese conjunto de tareas espm– tuales y materiales necesarias para la implantación de la Iglesia y la formación de una sociedad civilizada. Los resultados fueron realmente consoladores: 10.000 conver– siones en cinco años; la salvación de 1.000 indios, en su mayoría niños, muertos después de haber recibido el bautismo; la fundación de cinco poblados y, no menos importante, la pacificación de los irreductibles caribes, quienes ante la presencia de los misioneros de– pusieron el arco y las flechas, acto simbólico que significaba un pacto de amistad con los españoles. En abril de 1666, el padre José se vió obligado a volver nueva– mente a España por motivos de salud, y para asegurar la posesión y ampliación del territorio misional asignado a los capuchinos. En marzo de 1667, tras haber informado al Consejo de Indias de los resultados espirituales y de las perspectivas económicas de la misión de Cumaná, pasó a Roma, para informar a la Congregación de Pro~ paganda y pedir la apertura de una nueva misión, la de Santa Ma– ría, en la frontera con Colombia. Con esta ocasión presentó a Ale– jandro VII una carta de sumisión y obediencia perpetua a la Santa Sede. Llevaba la firma de cinco caciques, puesta el 10 de abril de 1666. La había dictado el padre José en lengua chaima. Es el pri– mer documento literario de esta lengua. Misionero popular Volvió el padre José a España en julio de 1667. Mientras espe– raba la decisión de Propaganda Fide y de sus superiores, aceptó el predicar una misión general en Málaga. Ella marcó el comienzo de una nueva etapa, la más larga y definitiva de su vida apostólica. El éxito espectacular de esta misión y de otras que siguieron, le hizo escribir a su amigo el marqués de Aytona que no echaba de menos las misiones entre los bárbaros caribes. No le fue permitido volver a América. Pero quedó contento, porque ahora había encon– trado en España un terreno más adaptado para la ardorosa voca– ción misionera que llevaba en la sangre. La España de los últimos habsburgos vivía un catolicismo de vistosas apariencias externas. La proverbial «tremenda disolución»
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