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BERNARDO DE OFFIDA 257 dignamente ante Dios, en espera de ser admitido al gozo de su Rei– no. Uno de sus dichos preferidos con los que intentaba dar confian– za a los afligidos era: «¡Paraíso, Paraíso! Nuestra patria es el cie– lo». O también: ¡«Quiero que vayan todos al cielo!». Por lo demás, como sucede a quien no ha aprendido las difíci– les palabras de los libros, y sí mucho en la vida, acostumbraba a expresarse con monosílabos o, a lo más, con frases breves que iban derechas a la sustancia de las cosas. Un día le llevaron un joven desenfrenado para que lo hiciese recapacitar. Lo tomó a parte, lo puso ante el crucifijo y le dijo: «¡Mira, hijo, cuánto ha padecido Cristo por ti y tú quieres condenarte!». Gran parte de su vida la pasó de camino por los territorios de las diócesis de Fermo, Ascoli y Montalto, como limosnero del convento. Instruía en las cosas de la fe, exhortaba a vivir cristiana– mente, quería que todos fuesen a oír sermones . Sus discursos los terminaba indefectiblemente con este estribillo que, a distancia de muchos años, todavía podían repetir sus testigos: «¡Quedad con Dios! ¡Temed a Dios! ¡Amad a Dios! Huid del pecado! ¡Sed buenos!». No insistiremos en recordar las anécdotas con las que los testi– gos intentaban poner de relieve el celo de fray Bernardo, quien, al decir de uno de ellos, «parecía tener hambre de almas». Recorda– remos, más bien, el juicio de los obispos José Saluzio Fadulfi y Ascanio Paganelli, quienes decían que en sus respectivas diócesis de Ascoli y de Montalto, sólo el hermano Bernardo hacía mayor bien y realizaba más conversiones que todos los predicadores y misione– ros juntos. Cuando se trataba de extinguir odios implacables y de llevar la paz a las familias y a los mismos ciudadanos, nunca se recurriría en vano al hermano Bernardo. Incluso él intervenía espontáneamen– te , apenas se enteraba de que existían enemistades y litigios . Así, encontrándose al ciudadano de Offida, Ludovico Carloni, que, para vengar una grave ofensa, pensaba matar al capitán Antonio Cataldi, le dijo: «Sr. Ludovico, ¿por qué está usted tan melancólico? ¿Qué le aflige? Es necesario abandonar los rencores contra el prójimo». Y Ludovico corrió apresuradamente a reconciliarse con su enemigo, según contó él mismo en el proceso. Después de su muerte, cuando surgían disensiones se decía: «Oh ,

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