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254 «... el Señor me dio hermanos» Sublimación de lo cotidiano Para contar, en orden cronológico, la vida de fray Bernardo desde su entrada en la Orden capuchina hasta su muerte, bastaría poco más de un folio. No hizo él largos viajes fuera de las Marcas, vivió en pocos conventos, no desempeñó cargos especiales, no pere– grinó a santuarios famosos. Después de haber emitido los votos fue destinado a la comunidad de Fermo, como ayudante de cocina y para asistir a los frailes enfermos de la comunidad. Estuvo más tarde en Ascoli, al parecer por largo tiempo. De aquí tornó a Offi– da, en donde permanece durante 25 años. Hizo de cocinero, enfermero, limosnero, portero y hortelano. En su larga vida encontró siempre espacio para interminables ora– ciones y ásperas penitencias. Cabe preguntarse cómo es posible que, entre ocupaciones tan insignificantes, haya podido florecer una vida interior maravillosa, coronada por la santidad. El hecho fue adverti– do ya por quienes convivieron con fray Bernardo. En las Actas del proceso de beatificación, uno de los testigos, preguntado si había advertido en él virtudes en grado heroico, respondió: «No sé que es una virtud heroica. Si se me pregunta si el comportamiento del siervo de Dios superaba el modo común de obrar de los demás hom– bres, responderé que tales eran las obras del hermano Bernardo. De otra manera no hubiesen hecho en todos la impresión que real– mente hicieron. Su vida era la de un santo y todos le tenían por santo». El secreto de la vida de fray Bernardo puede ser resumido en una frase: fue un alma de fuego. De muchacho, en casa, en el cam– po, en la iglesia, sentía necesidad de amar a Dios; y lo manifestaba en la oración, con los consejos y enseñanzas que daba a sus compa– ñeros. Por ello muchos lo tenían por «santo». Cierto, ninguna en– cuesta podrá revelar nunca lo que ocurre entre Dios y el alma de un santo. Con todo, algunas manifestaciones externas permiten per– cibir el grande amor que ardía en el corazón sencillo del hermano analfabeto, vestido con un sayal lleno de remiendos. Era continua su conversación con Dios. Oraba en todo momen– to, pues Dios era la gran realidad que llenaba su espíritu y su vivir. De niño, la oración parecía su juego preferido. De adolescente y
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