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BERNARDO DE CORLEONE 249 tecirnientos de la ciudad de Palerrno, llena de inquietudes sociales, y de su Corleone, la animosa civitas. Así, una vez fue sorprendido rezando «con los brazos abiertos y el rostro en tierra ante el altar mayor», por la ciudad de Palerrno, sobre la que pendía un pesado castigo. Por lo demás, era archico– nocido que el capuchino «lloraba los pecados de la ciudad», corno también «oraba y lloraba» por Corleone y sus habitantes: «rogaba a Dios que los perdonase». Dos meses antes de morir, fray Bernardo le comunicaba a su amigo fray Antonino de Partana: «esta mañana he comulgado y cada día rne parecen cien años para ir a gozar con Dios». Cada vez exclamaba con rnás frecuencia: «paraíso, paraíso, pronto nos veremos en el paraíso», y lo decía con «extraordinaria alegría». Sólo tenía un temor y no lo escondía: «en la muerte no rne asusto de nada rnás que del padre san Francisco», pero después se consolaba: «quien terne y espera en Dios, teniendo una concien– cia buena, no terne a nadie». Con esta profunda convicción la hermana muerte encontró a fray Bernardo en la enfermería de los capuchinos de Palerrno. Era el 12 de enero de 1667. Una multitud de gente, «tanto nobles, corno plebeyos y eclesiás– ticos», corrió a ver por última vez al hermano bueno, y el llanto por la desaparición del capuchino fue general, «principalmente en Corleone». Los arzobispos de Palerrno y Monreale impartieron la absolu– ción al capuchino, y los nobles de la ciudad, escoltados por los «alabarderos de su excelencia», entre un gentío enorme del pueblo, acompañaron el cuerpo a la iglesia del convento donde se celebra– ron los funerales. La Iglesia reconoció la autenticidad de la vida cristiana y reli– giosa de fray Bernardo de Corleone el 29 de abril de 1768, cuando Clemente XVIII lo declaró «beato». Con todos sus valores humanos y religiosos, Bernardo de Cor– leone aparece corno figura de capuchino empeñado er, aquel si– glo XVII religioso italiano que, juzgado injustamente como «insincero, formalístico y constreñido dentro de normas sin vida», estuvo sin embargo influido por una auténtica vena de espiritualidad, de ascetis-

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