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AGATANGEL Y CASIANO 231 La precaución sugerida por el patriarca resultó más que justifi– cada, aunque, por desgracia, ineficaz. La noticia de una posible aparición de misioneros en Abisinia les habían precedido con la llegada del arzobispo, en quien ellos tenían puesta la confianza, y de su fraudulento compañero, el pseu– do monje Pedro León. No necesitaron mucho nuestros dos misioneros para darse cuen– ta de ello. Lo notaron en el ambiente: nada de benevolencia, sino desconfianza y sospecha. Cuando, después de una fatigosa marcha de ocho días a través de las montañas (recorrido seguido por las caravanas en invierno), pusieron pie en Deborech de Serawa, en el altiplano eritreo, la aco– gida que encontraron fueron las cadenas con que inmediatamente fueron atados, la confiscación de su equipaje y de las mismas cartas de recomendación del patriarca, que les quitaron y fueron enyiadas a Gondar. Comenzaba su dolorosa odisea. Las horas de prisión transcurrían con una lentitud enervante: improvisados interrogatorios sin conclusión alguna, oscura espera an– gustiosa. ¿La razón? Había que esperar órdenes de la capital. Al fin llegaron éstas. Los prisioneros tenían que ser trasladados allí. Despojados casi totalmente de sus vestidos, ignominioso marti– rio no nuevo en la historia de los mártires, fueron atados a las colas de las cabalgaduras de sus carceleros; así llegaron, a través de abruptas regiones, a Gondar el 5 de agosto. Muerto Socinios en 1632, le había sucedido en el trono Atié Basil, o Basílides, bajo la regencia de su madre, fanática eutiquiana. No los interrogó el emperador; los confió a sus dignatarios de la corte, con atribuciones de jueces. En vano el padre Agatángel inten– tó apelar al obispo, que creía todavía amigo, en vano invocó que se tuvieran en cuenta las cartas de recomendación que, a la fuerza, les habían sustraído. Las palomas eran ahora presa de los halcones. La trama urdida por el pérfido Pedro León, en connivencia con el obispo, seguía irreversiblemente su turbio curso. El abuna Marcos, que así se hacía llamar en su nueva función el monje Arminio, hasta ahora no se había dignado tener un en-

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