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212 «...el Señ.or me dio hermanos» me convirtió en una ausencia y lejanía grande como, si decirse pue– de, si se hubiera ausentado en las Indias». Forma contraste con su continente externo, digno y comedido, y aún con su fe reverencial en las celebraciones litúrgicas, su postu– ra íntima, de verdadera infancia espiritual, ante Dios, que desempe– ña con ella «oficios de papá». Una tal actitud corresponde al clima de expansión y de gozo, o como ella dice de «ancheza y libertad de espíritu», que se respira en todas sus páginas: un aura francisca– na de «hilaridad interior», fruto del vacío total de creatura, cuando el alma se ve «señora de sí misma». María Angela tenía orden de los confesores, ya desde 1627, por lo que hace a las gracias místicas extraordinarias, de «no buscarlas ni admitirlas». Ella se esforzaba por resistir al arrobamiento, a ve– ces más allá de lo aconsejable, en especial durante la recitación de las horas canónicas y la participación en la misa. Se hallaba como cogida entre la vehemencia de la atracción divina y la voluntad del mismo Dios, que le hacía sentir su voz diciéndole: «¡Obedece y can– ta!». Volvía el ímpetu del rapto, y nuevamente la voz interior le hacía estar sobre sí: «¡Canta y obedece!». En ocasiones se veía obli– gada a asirse fuertemente al asiento o a la reja del coro para no ceder al rapto. Esa violencia reiterada le producía los «desmayos del corazón», que llegaron a alarmar a los médicos. Era dolencia de amor. Todo comenzó, allá por el año 1620, siendo maestra de novi– cias, con la «vista de un corazón bellísimo, muy grande y delicadísi– mo ... , en el aire, entre cielo y tierra... ». Lo flanqueaban, de un lado, la Virgen con el Niño, y del otro, san Francisco de Asís. «De la vista de este corazón -concluye- quedé esclava y cautiva». Y le dejó un ardor permanente en el corazón, con una sensibilidad tal, que cualquier contacto le producía un dolor insoportable. Se trata del fenómeno místico del corazón herido que, como en otros santos, se completó con la experiencia de la permuta de corazones. No fueron ímpetus de juventud: todavía en 1646 seguía sintiendo en el corazón «fuego vehementísimo, como cuando revienta una gra– nada, un ardor que vaporeaba hacia arriba». En relación con esa experiencia se coloca su amor apasionado al «melífluo Corazón de Jesús». Y esto medio siglo antes de las
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