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10 «... el Señor me dio hermanos» muertos entierren a sus muertos. Se abandonen, más bien, a los sa– pientísimos designios del Salvador y Señor nuestro, escuchen sus sa– ludables inspiraciones, sigan sus huellas e imiten sus ejemplos». Carafa, como se ve, resolvía la dificultad con el acostumbrado ímpetu de su carácter, exasperado ante los aspectos negativos del ambiente hospitalario. Pero aquello que en su respuesta debió con– vencer fue la motivación cristológica que adujo. No se trataba tanto de huir del mundo corrompido, como de pasar de acoger a Cristo en los pobres a acogerlo a El en persona, dándole la posibilidad de encontrar en un círculo de almas generosas el íntimo reposo de la casa de Betania. En esta perspectiva, maduró, y tradujo des– pués en realidad, el proyecto del proto-monasterio de las clarisas capuchinas. Entretanto, un profundo examen de las graves exigencias de la situación del hospital llevó, con sano realismo, a la decisión de que, mientras María Longo podía encaminarse a la clausura, María Ajer– bo quedaría como directora del hospital, con el compromiso de fun– dar una casa religiosa para mujeres de mal vivir que decidieran convertirse. Inspiradora y ejemplar, también en esta área tan delicada, era María Longo. Bellintani refiere: «Ella iba frecuentemente a los lu– gares donde estaban las meretrices, procurando con todo tipo de exhortaciones, razones y dones de apartarlas del pecado, y cuando no obtenía un resultado completo, arrodillada delante de ellas, les rogaba que al menos los viernes y sábados se abstuvieran de pecar, y durante esos días, a fin de que la necesidad o la avaricia del premio no las llevase al pecado, ellas les pagaba. Y a aquéllas que podía convencer, apartadas del mismo, o lograba casarlas o las te– nía consigo al servicio del hospital». Tras las huellas de su santa amiga y maestra, María Ajerbo desarrolló este apostolado con la ayuda de capuchinos y teatinos, adaptó algunos locales de su propiedad, cercanos al hospital, los amplió e hizo un monasterio. El 17 de diciembre de 1538 el carde– nal penitenciario Antonio Pucci le otorgaba el decreto de erección canónica. La eminente figura moral de la duquesa de Termoli im– primió una impronta espiritualidad tan sobresaliente que se atrajo el respeto y la estima de la opinión pública. No una simple c;asa
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