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MARIA ANGELA ASTORCH 203 de las cuales era Isabel Astorch, hermana mayor de Jerónima. Dos años más tarde obtuvo del nuncio pontificio la erección canónica de un convento de capuchinas, que desde febrero de 1603 tenía sus constituciones propias. Las vocaciones afluían numerosas, atraídas por la austeridad de vida, retiro y fervor de las religiosas, no menos que por la fama de santidad de la fundadora. Nuestra jovencita, que recibió el nombre de María Angela, no cabía de gozo al verse en aquel recinto de santidad, donde se conju– gaban armoniosamente el rigor de la penitencia con un clima fami– liar de sencillez y de alegría. «Lo primero que puso Dios en mi corazón -escribe- fue el parecerme las religiosas santas. Hasta el hablar unas con otras y hasta cualquier ruido que oía en casa, todo me sabía a santo. Y así me causaba todo gran devoción... Mi cora– zón estaba tal, que me apasionaba en querer seguirlas en todo cuan– to alcanzaba a ver o saber de mortificaciones o penitencias ... » Tuvo la fortuna de hallar un guía espiritual a su medida en el sacerdote aragonés masen Martín García, forjado por muchos años en la vida eremítica. Ella le abría candorosamente su espíritu y él la iba encaminando inteligentemente hacia una piedad cada vez más interiorizada hasta introducirla de lleno en la oración mental y en la contemplación infusa. María Angela tomó como modelos vivien– tes a su venerada Madre Angela Serafina, de altas experiencias mís– ticas, y a su propia hermana sor Isabel, favorecida asimismo con dones superiores. En cambio, tuvo que soportar la incomprensión, la dureza y hasta los malos tratos de una maestra, inmadura y celosa, que no perdía ocasión de humillarla. Le daba en rostro todo lo que a las demás, especialmente a la fundadora, les caía en gracia en la benja– mina: su voz sonora y armoniosa en el canto coral, su conocimiento de los textos litúrgicos, sus modales comedidos, sus salidas de per– sona mayor, hasta sus actos de virtud. María Angela sufría en silen– cio y se esforzaba por corresponderle con dulzura y sumisión, pero no estuvo en su mano dominar la incompatibilidad con la maestra; «Era en todo opuesta a mi natural y condición -declara-; siempre me hacía horror vivir con el modo de ser dicha sierva de Dios». Hubo otra causa particular de sufrimiento: su pasión por los libros en la lengua latina. Al entrar en el convento había traído
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