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186 «...el Señor me dio hermanos» fendía contra los poderosos. Competencia, claridad de expresión, fuer– za argumental, lógica férrea, solícita rapidez -raro don en un abo– gado- atrajeron pronto a su bufete una numerosa clientela. La carre– ra lo llevaba en la cresta de la ola, cuando un golpe de mar enfureci– do sacudió su alma y dio un vuelco a su existencia. Mientras el doctor Marcos defendía, con su lealtad de siempre, una causa ya próxima a solucionarse a favor de su cliente, el abogado defensor de la parte contraria le sugirió, con desvergonzada máscara de amigo, la idea de alargar el proceso para embolsarse más dinero a costa de unos clientes que lo tenían en abundancia. Era un desafío, propuesto brutalmente por un colega. El doctor Marcos sintió verdadero miedo del mundo en que vivía y trabajaba. Del miedo pasó a la decisión: plantarlo todo, retirarse a tiempo... del infierno, y acercarse todavía más a Dios, justicia infi– nita y reivindicador de los pobres. Reflexionó. Se lo pensó. Se decidió. Cerró el bufete de abogado y pidió consejo; sobre todo recurrió a la oración. Y con plena res– ponsabilidad, determinó encerrarse en un convento: decidió hacerse ca– puchino. Tanto más que tenía delante de sí el ejemplo de su hermano Jorge, también doctor por Friburgo y que, desde 1604, era capuchino con el nombre de fray Apolinar. 1612. El abogado Roy, de 34 años, pidió ingresar como hijo de san Francisco al padre Alejandro de Altdorf, superior provincial de los capuchinos de Suiza, provincia constituida en 1589, de la que for– maba parte la Suabia. El padre provincial no se convenció tan fácil– mente. La edad del postulante, la profesión que había desempeñado, el renombre que ya había adquirido, eran motivos que le inducían a sospechar que el candidato no sería capaz de adaptarse al estilo de vida franciscana que, entre los capuchinos, no admitía componen– das. Le aconsejó que reflexionara más detenidamente, porque la vida capuchina era algo verdaderamente serio y decisivo. Durante la espera, el doctor Marcos pidió y obtuvo la sotana clerical y, en poco tiempo, gracias a una concesión especial de la San– ta Sede, recibió las sagradas órdenes. En septiembre de 1612, el obis– po sufragáneo de Constanza, monseñor Jaime Mürgel, lo ordenó de sacerdote. El mundo, que Marcos había dejado a sus espaldas, no tardó en manifestar sus comentarios: unos aplaudían el valor del abo-

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