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BENITO DE URBINO 177 se retiró a descansar y, a media noche, se levantó para rezar maiti– nes y hacer su meditación. Al día siguiente, muy de mañana, se presentó al guardián de Urbania donde permaneció todo el día. Des– pués, a pesar de la gravedad del mal, se puso en camino hacia Sos– socorvaro, donde predicó ocho o diez sermones. Pero la enfermedad le obligó a interrumpir la predicación. Doce hombres se ofrecieron a llevarlo en una litera desde Sas– socorvero hasta Urbino, una distancia de casi quince kilómetros. Tanta disponibilidad dice mucho del afecto y veneración que el pue– blo sentía por el padre Benito. La condesa de aquel feudo, pocos días antes, no había encontrado ni un solo hombre dispuesto a pres- , tarle el mismo servicio, a pesar de que prometía una sustanciosa recompensa. En Urbino fue atendido por el médico enviado por sus familia– res. El doctor mandó llevarlo a Fossombrone a casa de sus herma– nos. Allí permaneció diecinueve días y, por enésima vez, fue opera– do de hernia. Pero él deseaba regresar al convento y hubo que darle gusto. Pasó el último mes de su vida en la pequeña celda de la enfermería conventual. Pidió no recibir visitas porque quería prepa– rarse, en oración y meditación, para el gran encuentro con el Señor. Sintiendo llegar el fin de sus días, pidió los últimos sacramen– tos. Junto al lecho, sobre una mesilla, quiso tener su crucifijo. Es– taba continuamente absorto en Dios y se hizo leer el relato de la pasión de Cristo. Se había debilitado tanto que su voz era imperceptible. Un reli– gioso, creyéndolo ya en la agonía, encendió una vela; pero Benito le hizo una señal para que la apagase. Todavía vivió tres días hasta el alba del 30 de abril de 1625. Sus últimas palabras fueron: «Me voy de aquí a los brazos de mi Dios». Sus despojos mortales fueron venerados como los de un santo. El pueblo acudió en masa y se necesitó la intervención de la fuerza para contener el gentío de devotos. La familia Passionei obtuvo, como una gracia, que fuese sepultado en un féretro, contrariamente a lo que se acostumbraba entonces entre los capuchinos. El peregrinaje del pueblo a la tumba del padre Benito fue cre– ciendo con el pasar de los años; y los frailes, para no contravenir las normas de la Iglesia que prohiben el culto público a los siervos

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