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172 «...el Señor me dio hermanos» demás: mientras fue superior nunca dispensó a sus religiosos de las dos horas de meditación. Fiel en el rezo del oficio divino, hablando con un religioso que un día había estado algo remiso al respecto, le soltó esta frase: «¡Jesús! ¡Nunca podría comer si no rezase el oficio!». La oración lo transformaba hasta en su aspecto externo. La dulzura interior se le transparentaba en el rostro: todo alegre, todo mansedumbre, todo modestia. El tema principal de su oración era la pasión de Cristo; la me– ditaba despacio, derramando copiosas lágrimas. La pasión lo lleva– ba a una permanente contrición de corazón, por lo que se sentía movido a confesarse con frecuencia, hasta tres veces por semana; pero sus confesores podían atestiguar que no encontraban materia suficiente de absolución. La cruz era su reclamo: la besaba donde– quiera que la encontrase, en las casas o en las calles. Siete veces al día se dirigía al bosquecillo de la huerta donde había un nicho con un crucifijo. Incluso en pleno invierno, pedía la ayuda caritati– va de algún hermano para abrir un camino entre la nieve hasta donde estaba la cruz. Todos los días dedicaba una hora más de meditación para un piadoso ejercicio en honor de la pasión de Cris– to, su «oración del Huerto». Durante esa hora permanecía postrado en tierra, con los brazos abiertos y la cara contra el suelo. Delante del Santísimo pasaba ardientes horas en adoración, con los brazos en alto, sin apoyarse ni moverse nunca, con tal compos– tura que parecía elevado en éxtasis. Jamás entraba o salía de la iglesia sin haber besado el suelo, cosa que hacía también cuando pasaba delante de cualquier templo. Sus hermanos estaban conven– cidos de que estaba un poco encorvado a causa de estos repetidos gestos; y los callos que se le encontraron en las rodillas después de muerto eran buena prueba de cómo había pasado gran parte de su vida en oración. Se preparaba largamente para la celebración eucarística, y todavía eran más prolongadas sus acciones de gracias. Por ningún motivo omitía la celebración de la santa misa. Una vez, durante una de sus frecuentes indisposiciones, le prescribió el médico abstenerse de celebrar durante veinte días; pero él rechazó el tratamiento por no dejar la misa, en la que experimentaba gran consolación.

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