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160 «...el Señor me dio hermanos» vista práctico: en la realidad permanente de sus secuaces, de los que Laiser es prototipo. El aspecto más insólito y genial de la obra estriba en que compendia las ventajas ofrecidas por los polemistas anteriores, es decir, las ventajas de la controversia histórico-personal, y a la vez las de la controversia doctrinal; ofrece una visión sintéti– ca y universal de los errores luteranos y proporciona los argumentos esenciales para refutarlos; es un compendio de la apologética culta y de la divulgación popular. En cuanto a las obras destinadas a la predicación, aun dejando de lado otras consideraciones, no se puede menos que poner de re– lieve el uso magistral que el santo hace en ellas de la sagrada Escri– tura; profundiza tanto en el texto que la Escritura parece ser el alma, la vida, la sustancia misma de sus sermones. Leyéndolo, se siente uno frente a un hombre que piensa con la Biblia, discurre con la Biblia, se expresa con el lenguaje mismo de la Biblia, se emborracha de Biblia como una alondra se emborracha de cielo y de sol. Esto imprime a sus discursos un aliento extraordinario y un sabor profundamente sagrado; y al mismo tiempo corrobora to– do cuanto los compañeros de Lorenzo afirman unánimemente en los procesos: que sabía de memoria la Biblia. Y no hay que olvidar otro aspecto especial. Ninguna de sus obras, salvo la Lutheranismi hypotyposis, estaba destinada a la im– prenta. Esto nos hace admirar todavía más el vigor y la profundi– dad de pensamiento que encontramos en sus páginas, la solidez teo– lógica que lo distingue, la claridad y elegancia de su expresión. Después de todo lo que llevamos dicho sobre la vida y activi– dad de san Lorenzo de Brindis, encaja perfectamente el juicio sinté– tico y expresivo que encontramos en el decreto con que la Sagrada Congregación de Ritos reconocía su doctorabilidad el 28 de noviem– bre de 1958: «Con su actividad tan eficaz y amplia, armoniosa y oportunamente unida a una doctrina singular, refulgió como luz es– pléndida en medio de la Iglesia, iluminó admirablemente el tesoro de la fe, dispersó las tinieblas de los errores, aclaró las cosas oscu– ras, disipó las dudas, abrió los arcanos de la Escritura, así que con razón puede ser proclamado «Doctor Apostólico».
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