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154 «... el Señor me dio hermanos» Todavía adolescente, en Venecia, en casa de su tío sacerdote, su contemplación iba acompañada de impresionantes fenómenos mís– ticos y de incontenibles efusiones de afecto y de lágrimas. Más tar– de, entre los capuchinos, especialmente en su edad madura, cuando se ponía en oración, daba la sensación de estar arrebatado por una fuerza irresistible: la cara se le encendía poco a poco, respiraba con dificultad como sacudido por una violencia misteriosa; de pronto, los suspiros y gemidos se convertían en una respiración de fuego e, incapaz de contenerse, prorrumpía en auténticos gritos de júbilo o de dolor, de amor y de ternura, de tal manera que «parecía que le estallaba el corazón en pedazos; y los gritos no eran escuchados solamente por los frailes, sino también por los seglares». Había especialmente dos realidades sobre las que volcaba el to– rrente de su amor y que manifestaban su espiritualidad eminente– mente cristocéntrica: la santa misa y la madre de Dios. En cuanto a la misa, puede decirse que san Lorenzo constituye un fenómeno único en la historia de la hagiografía. Después de su ordenación sacerdotal y, especialmente a partir de los cuarenta años, fue sucesivamente pr.olongando el tiempo de la celebración hasta una, dos y tres horas. Obtenido más tarde un permiso de Pablo V, la prolongaba cada vez más, hasta ocho, diez y más de doce horas. También cuando la gota lo torturaba hasta el punto de impedirle apoyar los pies en el suelo -y después de 1613 esto le sucedía con frecuencia-, se hacía llevar en volandas al altar, donde parecía re– cobrar las fuerzas, y allí permanecía dos, tres, cuatro horas. Duran– te todo este tiempo se abandonaba a fervores incontenibles, pro– rrumpiendo en exclamaciones y ardientes invocaciones, de modo que parecía sacudido en todo su ser, y se le oía desde muy lejos aun celebrando en lugares cerrados. Recurriendo a las palabras de quien lo conoció, parecía «que el aire abrasaba a su alrededor». También: «Parecía que se quemaba todo y, suspirando, lanzaba como llamas que hacían arder el corazón de los que estaban presentes». Frecuen– temente caía en manifestaciones ingenuas y conmovedoras: «¡Oh, oh, Jesús, María!», exclamaba; y aplaudía y, «como ébrio del amor divino, prorrumpía a veces en palabras como si hablase con Jesu– cristo o con su santísima Madre». Y no hablemos de la abundancia de sus lágrimas, que era tal que empapaba cuatro, seis y más pa-
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