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LORENZO DE BRINDIS 145 Por penosas que fuesen las caminatas, continuaba observando rigurosamente las severas costumbres de la Orden, los prolonga– dos ayunos y las rigurosas abstinencias. A veces llegaba agotado a los conventos, en un estado que daba pena. Y ni aun entonces aceptaba distinciones ni tratos de favor. En la mesa no quería más que la comida común; como lecho el jergón de paja, y por la noche se levantaba a maitines. Un compañero suyo nos cuenta: «Yo que sentía tanto cansancio y que me parecía imposible ir a maitines después de tanto viaje, me levantaba para ver qué haría el padre general, e infaliblemente lo encontraba en el coro para maitines y la oración». Es natural que semejantes ejemplos suscitasen la admiración y el asombro de los religiosos y de sus propios compañeros de viaje. Era también admirable su trato con todos los hermanos, su cari– ño y solicitud incluso para el último fraile del convento; su hu– mildad que lo llevaba a lavar los cacharros de la cocina. Dedicaba un afecto especial a los enfermos y se enternecía ante sus sufri– mientos, «y hacía todo lo posible para ayudar y consolar a las per– sonas dolientes». Pero a él, general de la Orden, no podía bastarle el ejemplo. El cargo que desempeñaba lo impulsaba a ser el custodio del espí– ritu de san Francisco. Las Ordenaciones que dejó en varios lugares nos demuestran cuán vivo llevaba ese espíritu en el corazón. Era constante, enérgico, insistente su llamada a la observancia de la Regla y Constituciones, a las austeridades tradicionales de la Orden, especialmente a la pobreza más rigurosa. Y contra quien faltaba demasiado fácilmente sabía mostrarse hombre enérgico, especialmente si se trataba de superiores. «Tenía tacto con grandes y pequeños, abrazando y favoreciendo a los hermanos fervorosos y que juzgaba útiles en la Orden, y reprendiendo con energía a quienes no conside– raba tales, aunque se tratase de padres de importancia». Sus exhor– taciones eran conmovedoras. «En sus pláticas parecía que el cora– zón se le salía del pecho». Todo esto, unido a los prestigios que se sucedían a su paso, explicaba suficientemente que fuese llamado por todos el general santo.
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