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144 «...el Señor me dio hermanos» te de la Europa católica. Lorenzo debía visitarlos a todos, en un solo trienio, viajando siempre a pie. Era una empresa ardua incluso para él, aunque sólo tuviera cuarenta y tres años. Terminados los trabajos capitulares, sin pérdida de tiempo, se puso en camino. Recorrió el norte de Italia, visitó Suiza, pasó por el Franco Condado y Lorena y, en la segunda mitad de septiembre se encontraba ya en los Países Bajos, en Bruselas y Amberes. Des– pués, sin desanimarse por los malos caminos, por los hielos inverna– les y la nieve, continuó su marcha, visitando las amplísimas provin– cias de Frada: París, Lyon, Marsella y Toulousse. En la primavera de 1603, se encontraba entre los capuchinos de España, dispersos en un extenso territorio, que iba desde Rosellón a Valencia, de Ca– taluña a Aragón; y el día 20 de junio celebraba capítulo provincial en Barcelona:. En menos de un año había terminado la parte más difícil y pesada del cargo que se le había confiado: la visita de las provincias transa!pinas. Vuelto a Italia, se detuvo brevemente en Génova; después, en septiembre, llegaba a Sicilia de donde subió a la Península, conti– nuando sus visitas. Las únicas provincias que no llegó a visitar per– sonalmente fueron las de Bolonia, Milán y Venecia. Después de to– do esto, a comienzos de 1605, todavía tuvo tiempo para bajar a Nápoles a predicar diariamente la cuaresma en la iglesia del Espíritu Santo; y no se contentó con un solo sermón al día, sino que quiso predicar también por la tarde, sobre el Ave María, para difundir más la devoción a la Virgen. Su recorrido fue verdaderamente gigantesco, de miles y miles de kilómetros, siempre a pie, en verano y en invierno, bajo el golpe– teo de la lluvia o el azote del sol, atravesando ríos y cenagales, montes y llanuras, nieves y hielos, sin un momento de reposo. Un compañero de viaje afirma: «Anduvo siempre a pie; ni siquiera que– ría pasar a caballo los ríos, donde una vez casi nos ahogamos to– dos; y él siempre alegre». A veces recorría en un solo día más de veinticinco y treinta millas. Sólo un obstáculo era capaz de detener– lo: la enfermedad que, a veces, lo redujo a punto de muerte. Pero aun entonces, en cuanto podía ponerse en pie, reemprendía audaz– mente el viaje.

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