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LORENZO DE BRINDIS 141 indecisos. Una orden de Clemente VII despejó las dudas. Así en el capítulo general de 1599 Lorenzo, que había sido reelegido defini– dor, fue encargado de guiar al otro lado de los Alpes a un puñado de hermanos elegidos de varias provincias . A principios de julio partió a pie y, atravesando el Tirol, llegó a Viena el día 28 de agosto. Aquí, a causa de las penurias padecidas en el camino, cayó enfermo con casi todos sus compañeros; y como en el país se propagaba la peste, se sospechó que también ellos esta– ban contagiados; y se vieron abandonados y rechazados por todos, en un estado de suma indigencia. Pero habría hecho falta mucho más para acobardar a quien llegaba con la esperanza de padecer el martirio por amor a Cristo. Sanaron por fin, y a principios de noviembre, emprendieron el camino hacia Praga, recibidos en todas partes con injurias, insultos, improperios y pedradas. No les preocu– pó el recibimiento; ya se lo esperaban de una gente en gran parte herética y acaloradamente anticatólica, y que se sentía más audaz y descarada por la ausencia del emperador y de casi todas las auto– ridades. Estas se habían refugiado en Pilsen, aterrorizadas por el espectro de la peste, que en los meses anteriores se había acrecenta– do y que todavía no acababa de extinguirse. Uno de los pocos que acogió humanitariamente a los capuchi– nos fue el arzobispo, que los alojó provisionalmente en un hospital diocesano con iglesia. Aquí, sin perder tiempo y sin dejarse intimi– dar ni por los hombres, ni por el contagio, ni por el frío «qu~ fue rigurosísimo aquel año», Lorenzo, ayudado por sus hermanos, comenzó una intensa actividad y, especialmente con su predicación, empezó pronto a atraerse un número siempre creciente de personas. Entraba también en las casas de los católicos donde sabía que podía encontrar algunos herejes, y en diálogo abierto y familiar, dilucida– ba la verdad y disipaba las dudas, facilitando el retorno a la fe católica. En contrapartida, se agudizaba la hostilidad de los adversarios. Cuando salían de casa, los frailes tenían que encomendar su alma a Dios. «Cada día - cuenta uno de ellos- cuando se iba afuera, se volvía a casa con muchas pedradas y muchas veces con las cabe– zas rotas. También a su persona (la de Lorenzo) descalabraron los herejes y tiraron por tierra». Todavía no era el martirio, pero falta

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