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140 «...el Señor me dio hermanos» Las dos casas religiosas dependían de la provincia de Venecia, y era presumible que otras nuevas fundaciones surgirían en breve. Por eso era oportuno prepararse para una cadena de conventos que, a través del valle del Adigio, uniese el Véneto con el Trentino y el Tirol. Fue precisamente Lorenzo quien inició esa cadena. Ya exis– tía un convento en Rovereto; él aceptó otro en Trento en 1597, y quizás se interesó también por otras fundaciones. Los países del centro de Europa entraron definitivamente den– tro del radio de acción de la Orden en 1599, cuando san Lorenzo recibió el encargo de conducir allá a un grupo de doce misioneros. Desde hacía algunos años llegaban de aquellos países peticiones cada vez más insistentes de misioneros capuchinos. La más reciente era la del arzobispo de Praga Zbynek Berka von Duba. Angustiado por las desoladoras condiciones religiosas de su diócesis y de sus fieles, acosados por el recrudecimiento de la herejía, y completa– mente abandonados por un clero negligente y escandaloso, el prela– do no veía otra salvación que la vida ejemplar y el celo apostólico de los capuchinos. Hay que reconocer que las condiciones político-religiosas de Bo– hemia y, en general, del Imperio, bajo el acoso de los herejes, eran cada vez más preocupantes; sobre todo por la debilidad y el descui– do del emperador Rodolfo II y por ·1a ineficacia de sus ministros. No menos deplorables eran las condiciones intelectuales y morales del clero tanto diocesano como regular. Existía el serio peligro de que el catolicismo fuera definitivamente arrollado y desapareciese del todo en aquellos países. La presión de los herejes se sentía de modo particular en Pra– ga, sede de Rodolfo II y capital del Imperio. Por fortuna estaban allí los jesuitas, quienes con su colegio, el Clementinum, constituían desde 1556 un vigoroso baluarte; pero eran insuficientes para tantas necesidades. Así se explica que el pensamiento del arzobispo Zbynek se volviese con esperanza hacia los capuchinos, quienes al final del siglo XVI eran, junto con los jesuitas, los misioneros más prestigio– sos y renombrados de Europa, y los más fieles portaestandartes de la ofensiva católica contra la invasión de la herejía. Pero el envío de religiosos a lugares tan lejanos y diferentes planteaba problemas nuevos y muy graves; y los superiores estaban
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