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122 «...el Señor me dio hermanos» de personas, miraba a Jesús en el Evangelio, y se comprometía sólo a ayudar a los necesitados y a llamar la atención de los ricos y poderosos frente a las exigencias de la justicia. Y para tal propósito no se intimidaba para ir a pulsar a las casas de los ricos, de los nobles y del mismo virrey de Nápoles. Sus visitas eran para obtener recursos e influencias eficaces en favor de los desheredados. Si llegaba el caso, afrontaba la denuncia de las injusticias. Quien lo conoció más de cerca, fray Pacífico de Salerno, atestigua haber presenciado no pocas veces cómo hacía la corrección abierta y va– liente a quien descuidaba sus deberes públicos, sin importarle de quien se tratara. Tenemos motivos para pensar que entre éstos haya caído también el tan discutido Pedro Girón, duque de Osuna y virrey de Nápoles. Fray Jeremías se encontraba en el convento de San Efrén Nuevo cuando los notables de la ciudad, a fines de sep– tiembre de 1618, se reunieron para pedir a san Lorenzo de Brindis que se hiciera portavoz ante el rey de España Felipe III del pueblo oprimido y vejado por el virrey. Sin duda el hermano valaco fue uno de aquéllos que más influyeron para inducir al santo, que no se encontraba bien y se resistía, a fin de que asumiera la gravosa y delicada misión. Con sencillez de corazón se preocupaba ante todo de los peque– ños y se guardaba muy mucho de lisonjear a los grandes. El padre Francisco Severini de Nápoles, su confesor, superior y primer bió– grafo, da fe en los procesos, por experiencia hecha en propia perso– na, de que fray Jeremías prefería curar entre los enfermos a los frailes sencillos antes que a los superiores, porque -decía con franqueza- «ésos están bien atendidos por los demás religiosos» . Se ponía a disposición de cuantos tuvieran necesidad de un ser– vicio; a todos se prestaba con prontitud y abnegación. Muy gustoso tomaba el encargo de lavar la ropa de los hermanos, enfermos y sanos, y lo hacía con un brío y presteza que encantaba. En el con– vento se decía que era la mano derecha de cada fraile. Ponerse al servicio de todos era su ambición suprema. Con sin– ceridad y gozo podía elevar esta plegaria: «Señor, te doy gracias porque siempre he servido y nunca he sido servido, siempre he sido súbdito y nunca he mandado».
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