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112 «...el Señor me dio hermanos» Cuando la enfermedad es ya incurable, pide lo lleven a Leones– sa para saludar a sus parientes y amigos. Fue un tierno y conmove– dor rasgo de su humanidad. A los familiares más íntimos les dice llorando: «Hasta vernos en el cielo, porque esta será la última vez que os vea en la tierra». Alejándose de su ciudad natal, subido a una pequeña colina desde donde podía abrazarla con su mirada, sacando el crucifijo del pecho y alzándolo con la derecha, la bendi– jo con gran afecto diciendo: «¡Oh Leonessa, en donde yo he nacido y en donde he sido educado! Es esta la última vez que te veré. Te bendigo, patria mía... Bendigo, asimismo, a todos sus habitantes presentes y ausentes, como también a los que han de venir, a los animales y a sus tierras». Llevado a Amatrice, por sugerencia de los médicos, se presentó al superior, que lo era su sobrino padre Francisco de Leonessa, y de rodillas le manifiesta: «Padre guardián, yo he rogado a Dios bendito pidiéndole muchas veces que si le co– rrespondía a usted morir antes que yo, me permitiese estar presente en su muerte, y, si al contrario, fuera yo quien primero muriese, no faltara vuestra reverencia en este momento. Me ha tocado a mí, por lo cual en vuestras manos pongo mi alma». El padre José, está maduro ya para el cielo, y el Señor quien le viene a su encuentro en el lecho de su muerte. Debió presentirlo claramente y, como eco de una voz que interiormente se las susurra– ba, repetía las palabras de Jesús en el Apocalipsis: «Amén, ven Señor Jesús. Si, yo vengo pronto». Oyendo el sonido de la campana que tocaba a fiesta, pues era la hora de la recitación de las Vísperas del sábado, exclama: «H<'>y es sábado, día dedicado a la Virgen, lo que también nos recuerda a nuestro padre san Francisco. Yo, con gusto, moriría también hoy». Comenzó a recitar con un hermano el Oficio divino, pero agraván– dose en su mal se vio imposibilitado de continuar y gritó: «Santa María, socorre a los necesitados». Finalmente -cuenta su sobrino el padre Francisco de Leonessa, que se encontraba a su cabecera– «elevándose algo con su cuerpo hacia el cielo, daba señales de hacer actos amorosos y unitivos con Dios; y, como si se dispusiera a dor– mir dulcemente, con tranquilísima quietud y con suma suavidad sa– lió de esta vida para marcharse a Dios». Era el 4 de febrero de 1612; había cumplido hacía poco 56 años.

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