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JOSE DE LEONESSA 107 de ordinario la predicación, cuando oían que quería predicar el pa– dre José, dejaban la semilla en tierra a discreción de los pájaros, dejaban buey y arado y corrían a oír la predicación. Con mucha frecuencia pasaba que, habiendo predicado en un pueblo le seguían de aquél hasta el otro por la devoción que le teníam>. Todos los lugares y todas las ocasiones eran buenas para ejerci– tar su labor pastoral. En la línea del concilio de Trento consagraba tiempo y energías a enseñar el catecismo. Encontrándose, en sus correrías apostólicas, con pobres aldeanos «con extraordinaria afa– bilidad y familiaridad conversaba con ellos, y a muchos que eran absolutamente ignorantes y que apenas sabían hacer la señal de la cruz, les enseñaba y les instruía en el amor de Dios y a odiar el pecado. Muchas veces subía a montañas inaccesibles en busca de pastores, a los que enseñaba los diez mandamientos, a huir del pe– cado, y a pensar en la muerte varias veces al día... En determinados momentos y sitios solía entrar en las casas, y donde encontraba ni– ños y otros que ignoraban el Padrenuestro y el Avemaría y los diez mandamientos, los conducía a la iglesia y les enseñaba la doctrina cristiana. Otras veces iba por las calles sonando una campanilla y exhortando a padres y madres a mandar a sus hijos a la doctrina cristiana». Evangelio para los pobres El Espíritu del Señor estaba sobre él y lo empujaba con fuerza irresistible a llevar el evangelio a los pobres. La opción de los po– bres, como destinatarios privilegiados de su servicio evangelizador, tenía como único móvil el amor de Cristo. Prueba evidente de ello es su predicación, enmarcada totalmente en la sagrada Escritura y en la enseñanza de la Iglesia. He aquí, a guisa de ejemplo, el trozo de un discurso suyo con– tra los usureros: «Cristo tiene hambre todavía hoy, almas benditas, porque sus pobres sufren hambre y sed, se mueren de frío ... Cristo se muere de hambre y no queréis entenderlo. Cristo está necesitado y vosotros no queréis acogerlo. Oh crueldad que no merece per– dón... ¡Oh enemigos de Dios, oh bebedores de la sangre de los po– brecillos, oh secuaces del demonio!».

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