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106 «...el Señor me dio hermanos» en las iglesias, sino incluso al descampado, en los corrales de los granjeros, entre los bosques y sobre los montes dondequiera conse– guía reunir campesinos y pastores. No miraba sacrificios o dificulta– des; frecuentemente, para ganar tiempo, dejaba los senderos trilla– dos y se enfilaba hacia arriba por el espinazo de las montañas. Un testigo ocular recuerda que, «donde no podía con los pies, subía a gatas con rodillas y manos ... y, muchas veces, le ocurría dormir en cuadras y chozas, donde entraba la nieve por varios costados». Los cohermanos, que alternaban en acompañarlo en aquellos viajes, le endosaron el apodo de «el predicador de los espinos», que incluía toda una serie de aventuras y de sacrificios; también lo llamaron «matacompañeros», dada la imposibilidad de soportar, como él, las fatigas de un apostolado tan singular. «Marcha con gusto a todo lugar -subrayan los testimonios procesales- y, en especial, a los sitios escabrosos y pobres y viles y donde no querían ir los otros; y, a veces, para ir de uno a otro, a un humilde lugar, no temía pasar aguas, torrentes y ríos». La gente le miraba edificada «caminar por selvas y cumbres de montes ariscos a pie desnudo y llevando las sandalias al cinto». Fray Tadeo de Amatrice, compañero en un tiempo del padre José, cuenta sobre el modo de organizar la predicación: «Muchas veces, y sobre todo en las fiestas, después de haber predicado en el lugar, iba a predicar a otros castillos y lugares circunvecinos, a los que mandaba por delante a un enviado a anunciar la predica– ción y a pedir se estuviera preparado para no entretenerse, y así poder predicar apenas llegado, y poder después marchar a otros si– tios; y mientras recorrían aquellas aldeas, el padre José no quería entrar en casa de nadie, aunque fuese invitado, sino que volvían a comer a casa o si no, si llevaba yo un poco de pan, lo comíamos junto a cualquier acequia de agua». El podría permitirse este método, porque estaba seguro de tener siempre auditorio. Fuera la que fuera la hora de su llegada a un pueblo, bastaba una señal de campana, signo de su presencia, y todos abandonaban toda otra ocupación para correr a escucharlo. Oigamos una declaración tomada del vivo: «El santo había recibido de Dios la gracia particular de que en la hora que predicaba y en los mayores quehaceres de los campesinos y de aquéllos que rehuían

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