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104 « ... el Señor me dio hermanos» concediera libertad de conciencia a cualquiera que se convirtiera o retornara a la fe cristiana. Lo intentó una primera vez cuando el sultán pasaba por la calle, y posteriormente cuando rezaba en la mezquita, siendo rechazado y maltratado por los genízaros. Un mé– dico de l;:t corte, amigo suyo, le ofreció conseguirle una audiencia, con la condición de despojarse del hábito religioso y vestirse rica– mente. No consintió, _por parecerle desvirtuar su testimonio de po– breza evangélica. Quería presentarse con su hábito de misionero ca– tólico, decidido a reivindicar el cumplimiento de un derecho funda– mental del hombre. Tuvo, pues, la simplicidad de apoyarse en la bondad de la causa esperando que ésta triunfase sobre los impedi– mentos del ceremonial de la corte. Un día, a primeras horas de la mañana, se dirigió al palacio del sultán y logró introducirse hasta la antecámara; cuando los guardianes del cuerpo lo sorprendieron a punto de entrar en la cámara misma del sultán, le echaron mano y lo arrestaron: el padre José fue condenado, por la vía rápida, al suplicio cruel de los garfios. Fue colgado de la horca, con un gancho cosiendo los tendones de la mano derecha, y otro, enmarca– do en el palo vertical, clavado al pie derecho. Torturado en posi– ción tan atroz, debía esperar a la muerte, única liberadora, en lenta y convulsiva agonía, abrazado por la sed, agitado por convulsiones tetánicas. Durante tres días, por lo menos, estuvo suspendido en aquel suplicio brutal, provocado por los genízaros de guardia que le insultaban y quemaban sarmientos húmedos bajo la horca, al punto de sofocarlo con el humo. La tarde del tercer día estaba para caer, y los soldados se retiraron seguros de que a la mañana siguiente lo encontrarían muerto. Sin embargo, el Señor había dispuesto otra cosa y lo libró. En la inconsciencia de la agonía, el santo entrevió junto a sí a un joven que, desatándolo delicadamente de la horca, le curó las heridas y lo reconfortó con pan y vino. La vida afluyó al instante a sus miem– bros martirizados, y José logró ponerse en pie con la fuerza de siempre. El misterioso liberador, mirándole con ternura, le dijo: «Vuel– ve inmediantamente a Italia y sigue predicando allí el evangelio; aquí ha terminado tu misión». Los testigos de los procesos afirman que fue un ángel del Señor el que lo libró, y se les puede dar fe, sobre todo, si se tiene en
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